jueves, julio 29, 2004

Ese terrible reposo que es también el de la muerte social

Pierre Bourdieu

En 1931, dos investigadores, Marie Jaboda y Hans Zeisel realizaron, bajo la dirección de Paul Lazarsfeld, un estudio sobre un grupo de desocupados de Marienthal, pequeña ciudad austríaca cuya empresa principal había cerrado. Ese texto, editado en 1932 en Alemania, pocos meses antes de la llegada de Hitler al poder (enero de 1933), en una época marcada por un desempleo masivo, es considerado una obra de referencia sobre la desocupación y sus efectos. No obstante, sus autores se resistieron largamente a su traducción. No estaban enteramente satisfechos con su trabajo, por estimar que se trataba de un primer abordaje un tanto rudimentario.
Traducido en 1981 en Francia (por Françoise Laroche), el texto se publicó en Editions de Minuit con un breve prefacio de Pierre Bourdieu, cuyo texto volvemos a publicar aquí íntegramente.

Por una paradoja al fin y al cabo satisfactoria, Les chômeurs de Marienthal es, de todas las obras de Paul Lazarsfeld, la que indudablemente más nos satisface hoy en día, a pesar de que indiscutiblemente es la que menos le satisfacía a él. No, como dirían algunos, porque trata de un asunto positivamente anotado y connotado y por estar inspirada en una intención declarada de servir, y en este caso una « buena causa ». Por el contrario, yo me inclinaría a pensar que las debilidades más reales de este trabajo residen no tanto según él creía en la imperfección e imprecisión de las cifras como en la incapacidad de pensar la ciencia de otra manera que como simple recolección, registro, medida de todo y de nada. Y en la tendencia a encontrar la justificación de esta actividad científica incapaz de darse a sí misma su finalidad, en tal o cual función asignada desde afuera, se trate del socialismo o la lucha contra el desempleo, o en tiempos del exilio en Estados Unidos, alguna otra forma de « reclamo social » ni más ni menos inaceptable, que impone a la investigación sus objetivos y sobre todo sus límites, concientes o inconcientes. Pienso por ejemplo en todos los efectos que pudo ejercer sobre la relación de investigación y sobre la observación misma de las prácticas el hecho de que los investigadores, para acercarse a su objeto, hayan tenido que presentarse como « trabajadores sociales » y exponerse así a suscitar lo que a los dominados, instruidos por la experiencia, se les aparece como la contraparte obligada de toda acción de asistencia o beneficencia, es decir la sumisión más o menos declarada a las normas imperantes. Una vez más, no es que haya en este trabajo nada que sea moralmente «reprensible» o políticamente «sospechoso». Ni que pueda existir, por mucho que se haga, una relación de investigación pura, donde todo efecto de imposición, o incluso de dominación, esté ausente. Pero olvidar que la investigación misma es una relación social que tiende inevitablemente a estructurar todas las interacciones, es condenarse a tratar como un dato, un dato puro, al gusto de todos los positivismos, lo que de hecho es un objeto preconstruido, y de acuerdo con leyes de construcción que se ignoran aunque se haya participado en su ejecución.

Pero por una extraña revancha, la ausencia casi total de construcción conciente y coherente que condena al investigador a la huida compensatoria en un frenético esfuerzo de recolección exhaustiva es sin duda responsable de lo que constituye el valor más infrecuente de este trabajo : la experiencia del desempleo se expresa allí en bruto, en su verdad casi metafísica de experiencia del desamparo. A través de las biografías o los testimonios –pienso por ejemplo en ese desocupado que, luego de haber escrito ciento treinta cartas de solicitud de empleo y de no obtener ninguna respuesta, se detiene, abandonando su búsqueda, como privado de energía, de todo impulso hacia el futuro-, a través de todas las conductas que los investigadores describen como «irracionales», ya se trate de compras capaces de desequilibrar de modo duradero su presupuesto o, en otro orden de cosas, del abandono de las publicaciones políticas y de la política misma en beneficio de periódicos de crónica policial (más costosos sin embargo) y del cine, lo que se entrega o traiciona es el sentimiento de desamparo, de desesperación, y hasta de absurdo, que se impone al conjunto de esos hombres súbitamente privados no sólo de una actividad y un salario, sino de una razón de ser social, y devueltos así a la verdad desnuda de su condición. El retiro, la jubilación, la resignación, la indiferencia política (los romanos la llamaban quies) o la fuga hacia el imaginario milenarista son, en su totalidad, manifestaciones, sorprendentes para quien espera el levantamiento revolucionario, de ese terrible reposo que es el de la muerte social. Junto con su trabajo, los desocupados perdieron las mil naderías en las que se materializa y pone de manifiesto concretamente la función socialmente conocida y reconocida, es decir el conjunto de los fines planteados por anticipado, por fuera de todo proyecto conciente, bajo la forma de exigencias y urgencias –citas «importantes», trabajos que entregar, cheques que librar, presupuestos que preparar-, y todo el futuro ya dado en el presente inmediato, bajo la forma de plazos, fechas y horarios que respetar –ómnibus que hay que tomar, ritmos que sostener, trabajos por terminar. Privados de este universo objetivo de incitaciones e indicaciones que orientan y estimulan la acción y, por esa vía, toda la vida social, no pueden vivir el tiempo libre que les queda más que como tiempo muerto, tiempo para nada, vaciado de su sentido. Si el tiempo parece aniquilarse, es porque el trabajo es el soporte, si no el principio, de la mayoría de los intereses, expectativas, exigencias, esperanzas e inversiones en el presente (y en el futuro o el pasado que éste implica), en suma, uno de los fundamentos mayores de la illusio como compromiso en el juego de la vida, en el presente, como presencia en el juego, por lo tanto en el presente y el futuro, como inversión primordial que –todas las sabidurías lo enseñaron siempre identificando el desarraigo del tiempo al desarraigo del mundo- hace el tiempo, es el tiempo mismo.

Excluidos del juego, hastiados de escribirle a Papá Noel, de esperar a Godot, de vivir en ese no-tiempo en el que no pasa nada, donde no hay nada que pueda esperarse, esos hombres desposeídos de la ilusión vital de tener una función o una misión, de tener que ser o hacer algo, pueden, para sentir que existen, para matar el no-tiempo, recurrir a actividades que, como las apuestas turfísticas, el totocalcio y todos los juegos de azar que se juegan en todas las villas miseria y todas las favelas del mundo, permiten introducir nuevamente, por un momento, hasta el fin del partido o hasta el domingo por la tarde, la espera, es decir el tiempo finalizado, que es de por sí fuente de satisfacción. Y para intentar sacarse de encima la sensación de ser juguete de fuerzas externas, que tan bien expresaban los sub-proletarios argelinos, (“soy como una cáscara flotando en el agua”), para intentar romper con la sumisión fatalista a las fuerzas del mundo, pueden también, sobre todo los más jóvenes, buscar en actos de violencia que valen por sí mismos más –o igual- que por las ganancias que traen, un medio desesperado de volverse “interesantes”, de existir frente a los demás, para los demás, en una palabra, de acceder a una forma reconocida de existencia social.

Profesionales de la interpretación, con el mandato social de dar sentido, aportar explicaciones, poner orden, los sociólogos, sobre todo si son conciente o inconcientemente adeptos a una filosofía apocalíptica de la historia, atenta a las rupturas y a las transformaciones decisivas, no son los mejor colocados para comprender este desorden para nada, sino para el placer, estas acciones que se llevan a cabo para que pase algo, para hacer algo en lugar de nada cuando no hay nada que hacer, para reafirmar de un modo dramático –y ritual- que uno puede hacer algo, así se trate de la acción reducida a la infracción, la transgresión, que en cualquier caso, en el éxito o en el fracaso, garantiza que “causará sensación”.

Tal vez exista, diga lo que diga Marx, una filosofía de la miseria, más cercana a la desolación de los viejos vagabundos y payasescos de Beckett que al optimismo voluntarista tradicionalmente asociado al pensamiento progresista. Y no es el mérito menor del registro positivista el permitirnos oír, más que los clamores indignados o los análisis razonadores y racionalizadores, el inmenso silencio de los desocupados y la desesperación que expresa.