miércoles, abril 20, 2005

recordando a paul goodman

http://www.ibe.unesco.org/International/Publications/Thinkers/ThinkersPdf/goodmans.PDF

PAUL GOODMAN (1911-1972)
Edgar Z. Friedenberg

Paul Goodman murió de un ataque cardíaco el 2 de agosto de 1972, un mes antes de cumplir 61 años. No estuvo del todo descaminado. Hubiera aborrecido lo que hizo su país en los decenios de 1970 y 1980, aún más de lo que hubiera disfrutado denunciando su maldad e hipocresía. La disminución de su influencia y renombre durante los años siguientes le hubiera resultado difícil a una personalidad que durante mucho tiempo había buscado el reconocimiento que se le escapaba, a pesar de una amplia y variada lista de publicaciones, hasta que Growing Up Absurd, publicado en 1960, le proporcionó por fin un decenio de merecida fama.
Es poco probable que nada de lo que hubiera publicado durante la época Reagan-Bush le hubiese salvado de la oscuridad y del desalentador convencimiento de que esta oscuridad sería permanente. Estos años no podían haber sido apacibles para Goodman, pero es preciso reconocer que él tampoco lo era. Pero es algo que se le podía perdonar y se le perdonó de hecho, lo mismo que arrogancia, su tosquedad y una homosexualidad afirmada, cuestión que analiza con cierto orgullo en su libro de memorias publicado en 1966, Five Years, tras cuya aparición le despidieron de varios trabajos. Pero hay un aspecto de su obra escrita que estos últimos 20 años no podían tolerar.
Por excéntrico que fuera el dogmatismo de sus posiciones en la mayoría de las cuestiones controvertidas del momento y que hoy día son aún más candentes, Paul Goodman solía tener razón. En cambio, el pensamiento norteamericano dominante, que está llevando ciegamente a la sociedad industrial occidental hacia aguas cada vez más turbias, estaba
equivocado. Totalmente equivocado. Las agudas observaciones de Goodman acerca de cómo la sociedad norteamericana corrompe y pervierte sus instituciones –especialmente sus escuelas– y socava el crecimiento humano todavía son más válidas hoy que cuando las publicó.
Entre tanto, los daños causados son más extensos y profundos.
Es posible pues que el mundo quizás no pueda permitirse el lujo de seguir ignorando la existencia de Goodman. Basta con veinte años de olvido. El presente perfil tiene por objeto mostrar la razón y contribuir a poner fin de forma decente a ese olvido.
Sin embargo, es bastante sorprendente que Paul Goodman mereciera en algún momento la atención mundial. Observando críticamente el clima de opinión que tan brevemente permitió florecer su influencia, resulta evidente que se produjo gracias a una situación de conjunción cultural poco frecuente. No se trata de las influencias que recibiera el
pensamiento de Goodman, sino de la evolución de las corrientes ideológicas que abrieron las mentes de otros, que de no ser así hubieran continuado ignorándole. La configuración adecuada de las fuerzas sociales sólo se produjo cuando tenía casi 50 años. Hasta entonces había luchado por que se le reconociera como poeta, novelista e intelectual sin mucho éxito.
¿A qué se debe pues su repentina fama?
A mi parecer, el acontecimiento más importante que hizo que los lectores tomaran en serio a Goodman fue el lanzamiento del sputnik soviético, el primer satélite espacial, en 1957. No quiero decir con esto que ese triunfo impresionara mucho a Goodman, aunque sí se mostró entusiasta de los programas que dos años antes de su muerte permitieron colocar en la luna a tres personas relativamente inofensivas. Pero el sputnik impresionó al pueblo norteamericano, que quedó aterrado al descubrir que la educación impartida en el país era la causa probable de
las insuficiencias técnicas y científicas de los Estados Unidos. A partir de ahí comenzaron a preocuparse con lo que estaba sucediendo con la a la juventud norteamericana. Y eso era precisamente lo que Paul Goodman ansiaba contar en Growing Up Absurd. En el prefacio de dicha obra, observaba: “El gran interés actual por la educación sólo está vinculado superficialmente a la guerra fría, a la necesidad de estar a la altura de los científicos rusos. En las conversaciones, pronto queda claro que la gente siente inquietud y vergüenza por el mundo que ha legado a sus hijos. Este mundo no es suficientemente humano, no es suficientemente serio. Un adulto puede ser cínico (o estar resignado) en lo que respecta a sus propias renuncias, pero no está dispuesto en absoluto que sus hijos no puedan vivir en una sociedad que valga la pena” (1960, pág. xv).
Si consideramos la política fiscal aplicada en los estados Unidos desde que Goodman escribió estas líneas, su juicio parece demasiado generoso. Las opiniones de los norteamericanos con respecto a los jóvenes son variadas y complejas, pero algunas actitudes son muy estables, manifiestas e influyentes. Y no muy favorables. A juzgar por los numerosos anuncios de la televisión en los que hay connotaciones sexuales, por las películas de adolescentes y por el recurso a la cirugía estética para el rejuvenecimiento, se diría que los norteamericanos adoran a la juventud. En realidad, con frecuencia, envidian a los jóvenes, y la envidia no predispone en favor del afecto.
Loa adultos que consideran a loa jóvenes con seriedad ven en ellos un problema o una fuente de problemas. El hecho de tratar a los jóvenes respetuosamente como seres humanos que tienen su propia vida y personalidad levanta sospechas, incluso entre los propios jóvenes, que no pueden imaginar, o que imaginan con demasiado realismo, qué quiere obtener de ellos un adulto tan bien dispuesto.
La Sputnikangst no cambia nada de esto. La hostilidad intergeneracional actual que existe en gran parte del mundo es más intensa que nunca y puede llegar a la histeria en presuntos casos de abuso de drogas y de corrupción de menores, sin tener en cuenta la realidad objetiva. Pero la Sputnikangst rompió un muro de indiferencia de los adultos hacia la juventud, lo que permitió por algún tiempo a Goodman defender a los muchachos y jóvenes de la sociedad norteamericana.
Goodman reconocía claramente que tenía intereses asimétricos en lo que respecta a uno y otro sexo y justificaba sin el menor empacho el olvido en que había dejado a las muchachas en su libro. Esta explicación incorrecta políticamente parece hoy día a la vez ofensiva e inaceptable, pero no es ilógica.
“En nuestra sociedad, los problemas que quiero examinar en este libro se refieren principalmente a los muchachos: cómo ser útil y hacer algo de si mismo. Las muchachas no tienen este problema, no tienen la obligación de hacer algo de si mismas. Su profesión no tiene una función de autojustificación, ya que tendrán hijos, lo que es la mayor justificación, como cualquier otro acto natural o creativo. Por todo esto, es menos importante, por ejemplo, el empleo que ocupa una joven de tipo medio hasta que se casa.. La busca de empleos prestigiosos tiene menos interés que “un buen matrimonio” (1960, pág. 13).
Esto por lo que respecta a las muchachas en Growing Up Absurd. Los chicos, en cambio, se enfrentan con la perspectiva de una vida de trabajo sin interés, en tareas que no escogen pero que no pueden rechazar, que no les proporcionan autonomía ni seguridad y que disminuyen su respeto de sí mismos. De manera repetida y patética, Goodman lamenta la falta de oportunidades para “un trabajo varonil”. Los que escogen, o se ven obligados a seguir, el camino de la delincuencia juvenil pueden encontrar retos más interesantes, pero se exponen a enormes riesgos.
Como reconoce con orgullo, su intensa necesidad de crear comunidades con jóvenes viriles y de vivir con ellos tuvo gran influencia en su obra. Su interés por los chicos y las imágenes de muchachos llenaron gran parte de su obra en prosa y en verso, en la que a menudo los personajes se presentaban de manera tan indulgente que parecían simples reflejos
de lo que a él le hubiera gustado ser. Pero su sexualidad fue una gran baza para él en Growing Up Absurd.
Me siento con derecho a decirlo puesto que mi propia obra The Vanishing Adolescent, publicada en 1959, también está dedicada, en todos los sentidos, a los muchachos. A menudo se han confundido ambos libros. En los años 60 varias personas me felicitaron porque les había gustado mucho Growing Up Absurd, a lo que yo respondía con toda sinceridad que también me había gustado.
Aunque la igualdad entre los sexos aún no había alcanzado su actual peso moral, algunos lectores y críticos me reprocharon haber desatendido a las chicas. No me preocupó mucho esta crítica. Yo creía, y sigo creyendo, que el escritor tiene el derecho, e incluso el deber, de escribir únicamente acerca de cosas y personas que conoce y que le interesan, de la manera que sea. Una persona menos limitada podría haber escrito un libro mejor, pero mi libro no
habría sido mejor si yo hubiera tratado de extenderlo más allá de mi ámbito afectivo. Goodman estaría sin duda de acuerdo: ambos utilizábamos la homosexualidad como un talismán que nos permitiera escribir con amor acerca de los jóvenes sin tener que encontrar ninguna justificación fundamental. Los lectores consideraron que Growing Up Absurd era un libro que trataba de la educación y de la necesidad de reformar la escuela y, para ser más precisos, la sociedad.
¿Cómo hubieran podido aceptarlo si no? Goodman pretendía que Growing Up Absurd tuviera una influencia práctica y
beneficiosa sobre la escuela y la sociedad. Pero lo que da al libro su fuerza es su convencimiento y afirmación sin tapujos de que hay que tratar con cariño y educar a los jóvenes, en vez de, como tan a menudo ocurre, mutilarlos y deformarlos para que sean útiles a otros en las funciones sociales para las que se prepararán. Inversamente, la sociedad tiene la obligación de proporcionarles los medios para que se conviertan en ciudadanos respetables y
miembros de una comunidad previsora y productiva.
Si la Sputnikangst contribuyó a que los adultos escucharan seriamente a los hombres que apreciaban a los jóvenes, otros factores del clima social del momento los hizo más receptivos al mensaje de Goodman. El clima social es mudable y puede hacer propicios esos factores en determinados momentos de transición. Hoy día, Growing Up Absurd probablemente no sobreviviría a la crítica de las mujeres, que con razón atacarían a Goodman por la negligencia descortés que mostraba hacia ellas. Pero si se hubiera publicado unos años antes, el libro hubiese sido rechazado por su aceptación de la sexualidad adolescente –no sólo la homosexualidad, que se examina brevemente y con bastante pedantería en Growing Up Absurd (1960, págs. 127-29), sino la sexualidad exuberante en general.
A mediados del decenio de 1950, finalmente sonó la hora de Goodman. La industria cinematográfica, cada vez más tributaria del mercado que constituían los jóvenes, abandonó la imagen del joven norteamericano “chillón pero limpio” que ya era atacada por todos los flancos. En 1955 el joven actor James Dean, cuya imagen era pintiparada para ganar el corazón de Goodman, murió en un accidente automovilístico, a la edad de 24 años. Este mismo año llegaron a las pantallas las dos películas que hizo Dean como ídolo y estrella fugaz, Al este del Edén y Rebelde sin causa. La primera película de éxito del inmortal Elvis Presley, Love Me Tender, es de 1956. Evidentemente, había llegado el momento de las películas y los libros que celebraban la sexualidad de los adolescentes masculinos.
No obstante, los intereses de Goodman, debido a sus fuertes y excepcionales valores sociales, compromisos políticos y preferencias, se centraban y estaban limitados por lo que actualmente llamamos “estilos de vida”. El clima político de los años 60, al principio favorable, se hizo problemático. Admiraba lo que él y Norman Mailer llamaban “hipsters” (distintos de sus sucesores, los “hippies”: niños-flor no lo suficientemente duros para él –en especial intelectualmente–, que tendían a adoptar estilos de vida rurales desconcertantes para un inveterado neoyorquino como él). Los “hipsters” no dan la espalda ala sociedad; se instalan en sus entresijos para salir adelante. Consiguen sobrevivir. Horacio, el pícaro joven héroe de la gran novela fantasmagórica de Goodman, The Empire City, revisada y publicada por entregas de 1942 a 1959, puede considerarse el arquetipo del “hipster”.
Si la sexualidad era uno de los polos del discurso hiperbólico de Goodman, el otro era sin duda la comunidad. Communitas: Means of Livelihood and Ways of Life, escrito en colaboración con su hermano arquitecto Percival, que también hizo las ilustraciones, es quizás su mejor obra. Publicada en 1949 y revisada en 1960, se convirtió en un hito de la literatura del urbanismo, al igual que la obra más conocida de Lewis Mumford, que le influyó en gran medida. Communitas es mucho más que un tratado de los problemas del desarrollo urbano. Es un discurso moral enraizado en los problemas con que se enfrentan o eluden los habitantes urbanos de una sociedad industrial moderna. Además, está ilustrado con propuestas concretas para el diseño y construcción de una gran ciudad en la que pueda desarrollarse y mantenerse la civilización.
Este interés siguió animando la obra de Goodman durante el resto de su vida, extendiéndose a las cuestiones más amplias de la política nacional. Los títulos de algunos de sus últimos ensayos son significativos: Utopian Essays and Practical Proposals (1962a); The Society I Live in Is Mine (1963); People or Personnel (1965). Quizás, paradójicamente, le sitúan en una época y al mismo tiempo le dan un tono profético. Lo sitúan en una época porque el interés norteamericano por la comunidad tiende a ser superficial y nostálgico. Para los creadores y distribuidores de Disneyland, Disneyworld y Eurodisney, el interés por la verdadera comunidad puede parecer desconcertadamente anticuado. Pero este gran interés constituye la base de la continua crítica que hace Goodman de la sociedad norteamericana, a la
que califica de mercenaria, impersonal, destructiva de la fidelidad y la relación personal, al tiempo que del orden natural. Los efectos de estos procesos sociales catabólicos sobre la juventud constituyen el tema de Growing Up Absurd, pero Goodman siguió analizando y denunciando durante el resto de su vida la influencia de esos procesos sobre todos los aspectos de la sociedad, abandonando las formas literarias que habían constituido su obra. Pero no tuvo tiempo ni tranquilidad para seguir escribiendo novelas. Durante los diez años siguientes, los últimos de su vida, se convirtió en una figura pública muy solicitada.
La decadencia de la comunidad y la consiguiente destrucción de la calidad de vida norteamericana se han convertido en un hecho tan conocido que provoca más cinismo que cólera. Goodman pasó la mayor parte de su vida encolerizado, pero fue totalmente incapaz de ser cínico. Era demasiado anticuado para ello. Con frecuencia se calificó a sí mismo de
“hombre de letras a la antigua usanza”, renunciando desdeñosamente a la etiqueta de sociólogo que a menudo se le atribuía. Pero en realidad Goodman todavía era más anticuado de lo que se creía.
A lo largo de toda su difícil y a menudo atormentada vida, y sobre todo al final de ella, cuando consiguió que le prestaran alguna atención, Paul Goodman fue un patriota norteamericano. Como tal, se opuso con gran vigor a la política exterior norteamericana durante la guerra de Vietnam.
Visto retrospectivamente, parece curioso que un hombre que tan virulentamente atacó los valores centrales de un Estado-nación, que en aquella época trataba con dureza a sus disidentes políticos, no fuera objeto de ataques públicos y oficiales. ¿Por qué no se atacó y destruyó a Goodman como subversivo desde el principio? Es una pregunta interesante. La singular postura política de Goodman le permitió atravesar sin daños la salida de emergencia
que al final le ofreció la suerte, lo que ya no sería sin duda posible hoy.
Como señala Kingsley Widmer en su estudio a veces severo, pero perspicaz: “En varios aspectos resulta extraño que Goodman se convirtiera en un anarquista a mediados del decenio de 1940. Siendo estudiante, entre los 20 y los 30 años y en la mayoría de sus escritos, mostró escaso interés por la doctrina libertaria, o por lo que entonces se llamaba “conciencia social”.
Nada le hacía parecer entonces un rebelde, en todo caso mucho menos que la mayoría de los que se hicieron anarquistas. Su egoísmo inquieto y defensivo, sus orígenes pequeñoburgueses, su poca experiencia del mundo y su aislamiento dentro del microcosmo intelectual de Nueva York, su insistencia en desempeñar un papel de artista y de hombre de letras, y su falta de interés por la mayoría de cuestiones relativas a la igualdad y la justicia, en nada auguraban un futuro de rebelde o revolucionario (Widmer, 1980)”.
Un carácter y unas actitudes de este tipo, aunque menos antipáticas de lo que da a entender Widmer, sirvieron sin duda para que Goodman fuera menos vulnerable a los ataques contra cualquier manifestación de izquierda que silenciaron a tantos intelectuales norteamericanos durante su vida activa. Rara vez participó en grupos que no pudiera dominar,
que le limitaran a ser una figura decorativa. Y cuando lo hizo, no se trató de cuestiones explícitamente políticas. Nunca buscó el poder por el poder. A medida que se intensificaba la oposición a la intervención de los Estados Unidos en el sudeste asiático, y especialmente a la forma en que las universidades apoyaban el esfuerzo bélico, los estudiantes activistas comenzaron a considerar cada vez más a Goodman como uno de los pocos intelectuales de
más de 30 años en los que podían confiar. Muchos lo adoraban, lo que a él le encantaba.
Pero empezó a criticarlos duramente, hasta convertirse a veces en su enemigo, cuando atacaron no sólo las universidades como instrumentos de la política nacional sino también la propia idea de universidad y de saber universitario. Deploraba que se alabara la ignorancia como virtud y que no se quisiera aprender nada de la historia. También le disgustaba la violencia coercitiva. Goodman era favorable a la violencia cuando ésta adopta la forma de
intercambio de golpes, que tienen el mérito de expresar sentimientos sin ambigüedad, aclarar una situación y disipar la tensión. Pero al final del decenio de 1960, le repelía la revuelta de los estudiantes, al igual que la propia guerra.
Sorprendentemente, Goodman tampoco mostró mucho interés en la actividad política propiamente dicha. A pesar del valor que atribuía a la comunidad, mostró pocas aptitudes políticas y no hizo nada por adquirirlas. No se interesaba lo suficiente por los otros, ni siquiera para manipularlos de manera efectiva durante un largo período de tiempo. De hecho, antes de morir, ya había abandonado la izquierda estudiantil, aunque sigue siendo una de sus figuras
memorables.
La energía que sus coetáneos que compartían sus valores sociales dedicaron a la acción, que atrajo la atención desfavorable de las autoridades, Goodman la dedicó a su carrera. Luchó la mayor parte de su vida para ser reconocido en el medio universitario, pero, aunque después de publicar Growing Up Absurd recibió muchas ofertas para dar conferencias, nunca le ofrecieron un puesto universitario permanente de tipo tradicional. En 1936 terminó sus
estudios en la universidad de Chicago y sobrevivió en la segunda ciudad de los Estados Unidos
durante cuatro años antes de volver a Nueva York, donde residió el resto de su vida.
Dieciocho años después, presentó su tesis de doctorado en la universidad de Chicago, que la
publicó con el título The Structure of Literature, en 1954. No parece un historial muy brillante
para un crítico social revolucionario. Pero como observó un autor al que Goodman admiraba:
“El camino del sufrimiento es dulce, se asemeja a aquel sapo horrible y venenoso que ostenta
rica joya en su cabeza” (Shakespeare, Como gustéis). Lo mismo hubiera podido decirse a
veces del propio Goodman. Pero el hecho de que durante mucho tiempo estuviera ausente de
la escena pública le sirvió sin duda para protegerse y preservarse para ulteriores y valiosos
servicios; a ello contribuyó, por ejemplo, la prórroga militar y finalmente la exención y la
exención del servicio que consiguió en 1944.
Otros dos puntos importantes que se repiten una y otra vez en las declaraciones de
Goodman le situaron claramente al frente de las controversias de su tiempo, pero actualmente
tendrían poca influencia: se trata de su actitud respecto de la autoridad de la ciencia frente a la
psicoterapia. Fue un partidario entusiasta de ambas. En los años 50, estas tomas de posición
definían de forma bastante notable el lugar que ocupaba en el espectro de la opinión ilustrada.
Entonces como ahora, el público en general aceptaba la ciencia como árbitro de la
verdad y fuente de progreso. Pero después del bombardeo atómico del Japón y las pruebas con
la bomba de hidrógeno, incluso la corriente principal de pensamiento, y desde luego los
intelectuales progresistas, se preocuparon de las siniestras posibilidades del desarrollo
científico y de las utilizaciones que podrían hacer de él los gobiernos. Cabría esperar que un
declarado anarquista compartiera estos temores con más fuerza, pero Goodman, aunque era
un activo y abnegado adversario de la beligerancia norteamericana, no consideró que las
utilizaciones a que se presta la ciencia institucionalizada estuvieran implícitas en la naturaleza
de la propia labor científica.
Resulta paradójico que la confianza de Goodman en las promesas beneficiosas de la
ciencia confirme la famosa queja de Lord Snow de que la profunda y mutua ignorancia de las
“dos culturas” –la de los científicos y la de los humanistas– pone en peligro la sociedad que
ellos comparten con todos nosotros. Pocos científicos podían haber sido tan escasamente
críticos de las limitaciones de su propia disciplina, pero Goodman, en su calidad de antiguo
alumno y discípulo de Richard McKeon, quien había adquirido su formación de filósofo en las
universidades de Columbia y Chicago, debería haber sido más escéptico acerca del método
científico como instrumento epistemológico. Y desde luego, después de 1962, cuando se
publicó la obra de Thomas Kuhn La estructura de las revoluciones científicas, cuando el
decenio más influyente de Goodman todavía no había llegado, todo universitario serio tenía
que saber que el conocimiento científico, como todos los conocimientos, es fundamentalmente
ideológico y depende de la política de su disciplina. Pero Goodman continuó esperando,
contra toda esperanza, que pudiera servir al mundo como deus ex machina. Esto, al igual que
su patriotismo, sigue oscureciendo la validez permanente de sus contribuciones más
fundamentales al pensamiento social, haciendo que su obra parezca ingenua e imperfecta.
También resulta paradójico que las ideas acerca del sentimiento y el pensamiento
humanos que informaron la obra de Goodman, incluida su temprana adhesión a las doctrinas
dionisiacas de Wilhelm Reich y su ulterior práctica de la terapia de la forma gestalt como
analista profano, resultaran a menudo irónicamente anticientíficas. La paradoja probablemente
nunca le quitó el sueño, ya que sus objeciones en relación con un enfoque científico de la
psicoterapia no eran contrarias a las convenciones del método científico propiamente dicho,
sino al tratamiento de la emoción y la conducta humanas como fenómenos que es mejor
analizar fríamente, independientemente de los contextos en que se producen. La terapia de la
gestalt, formulada por Fritz y Lore Perls, con los que trabajó Goodman, no es una técnica de
investigación. Teóricamente, es una amalgama orgullosa de serlo, precursora de los “grupos
de encuentros” y de los “gritos primitivos” que se pusieron de moda unos años después. Pero
estábamos en 1951 cuando Goodman colaboró con Perls en el segundo volumen de Gestalt
Therapy. En un pasaje de la obra, Goodman afirma que los pacientes que siguen esa terapia se
ven aliviados:“... consiguiendo finalmente “apartarse del camino”, para citar la gran fórmula
del Tao. Se liberan de sus concepciones previas acerca de cómo “deberían” ocurrir las cosas.
Y en el “fértil vacío” así formado, la solución llega de manera arrolladora” (Perls et al., 1951,
págs. 358 y 359).
Pero el enfoque básico queda ilustrado en un pasaje anterior: “El único método útil de
razonar es incorporar el contexto total del problema, incluidas las condiciones de la
experiencia, el medio social y las “defensas” personales del observador. En otras palabras, se
trata de someter la opinión y el hecho de profesarla al análisis de la gestalt... somos
conscientes de que se trata de un desarrollo del argumento ad hominem mucho más ofensivo,
porque no sólo llamamos bribón a nuestro adversario reprochándole que está en el error, sino
que además le ayudamos caritativamente a enmendarse” (ibid, pág. 243).
¿Tao? Suena como Mao. Después de haber observado una sesión de terapia de la gestalt
por invitación de Goodman, puedo confirmar que en la realidad también parecía así. Tanto
Mao como Lao-tse tenían gran éxito entre los jóvenes disidentes de los años 60, y ambos
tenían algo útil y poco conocido que contribuía a que comprendieran, y comprendiéramos, lo
que no funciona en el mundo en que vivimos. Sin embrago, Goodman no era maoísta ni
taoísta; parecía ser un poco maniqueo, lo que ha hecho que su pensamiento sea biodegradable.
Si estas ideas acerca del cuidado y alimentación de la psique humana que seducían a los
jóvenes contraculturales de entonces parecen hoy día de un atavismo repelente, no es tanto
porque su contenido específico haya quedado anticuado, sino porque ha evolucionado la
actitud con respecto a la psicoterapia. Al igual que la ciencia, actualmente la psicoterapia no
parece un instrumento prometedor de liberación, ni tampoco de opresión, si bien puede y a
menudo se utiliza eficazmente con ambos fines. Fundamentalmente, ambos son epifenómenos
de la sociedad industrial moderna y como tales no pueden quedar exentos de culpa de sus
abusos. Los tomamos por lo que valen, pagamos por sus posibles beneficios probablemente
más de lo que podamos permitirnos y nos preocupamos, con razón, por sus consecuencias.
Aunque Lao-tse advirtió a quienes buscan lo bueno y rechazan lo malo, como siempre hizo
Goodman, que lo malo siempre vuelve con redoblada energía.
El factor común que caracteriza la fe de Goodman en la autoridad de la ciencia y la
eficacia de la psicoterapia, que ahora resulta mucho menos aceptable, es su voluntad de
injerencia, es decir, una intervención técnica sin escrúpulo en condiciones y procesos que
consideraba deplorables. Esto ha cambiado, aunque probablemente de forma no permanente,
en los últimos veinte años. En parte como reacción al fracaso de Vietnam, incluso los
norteamericanos han llegado a entender que las buenas intenciones no garantizan buenos
resultados y que nada justifica entrometerse forzadamente en situaciones que tal vez uno no
entienda tan bien como se imagina. Ni Goodman ni desde luego yo aceptaríamos que nuestras
intenciones en Indochina fueran buenas. Parece, pues, que se trata de una perspicacia limitada.
Pero aunque esto no constituya un verdadero arrepentimiento, a veces basta para suavizar el
celo reformista de las respuestas actuales.
Hoy día, el tono bravucón de Goodman parece de un optimismo un tanto molesto. La
mayor parte de los abusos que denunció están profundamente enraizados en nuestra cultura y
nuestra economía, y su erradicación supondría tal vez su propia destrucción: una empresa
peligrosa e ingrata, aunque necesaria. Por perspicaz y previsor que fuera, su enfoque de los
problemas y su retórica parecen hoy autocomplacientes, imprecisos y, curiosamente a la vez
astutos e ingenuos. En una palabra, quizás fueran adolescentes, calificativo que seguramente
Goodman hubiera considerado un cumplido.
Tres obras sobre educación
En la sección anterior he examinado en qué forma las convicciones y cuestiones principales
que impregnan la obra de Goodman se vieron influidas por el clima social en que vivió y cómo
ese clima social determinó la manera en que fue recibida su obra. De este modo, he presentado
su evolución y su lugar en la sociedad de manera más coherente de lo que quizás fue en
realidad. Y no he explicado cómo un autor extremadamente prolífico que no se ocupó de
cuestiones de educación hasta el último decenio de sus 60 años de vida consiguió ocupar un
lugar tan destacado entre los críticos de la institución escolar.
En realidad, la vida de Goodman fue más coherente de lo que da a entender su fama.
Resulta sorprendente, considerando la orientación sexual de su obra y el hecho de que se
confesara públicamente homosexual mucho antes de que la mayoría de los homosexuales
consideraran prudente hacerlo, que Goodman hubiese vivido sucesivamente con dos mujeres la
mayor parte de su vida de adulto. La primera, Virginia Miller, con la que vivió cinco años, le
dio una hija. La segunda, Sally Duchsten, le dio un hijo y una hija con diecisiete años de
diferencia. La pareja vivió junta durante 27 años, hasta la muerte de Goodman.
A pesar de su evidente complacencia en el papel de iconoclasta y anarquista, su familia
constituyó el núcleo de su vida emocional. El afecto sincero, y no exento de humor, de su hijo
Matthew fue evidente para todos los que les conocieron. Y este afecto era mutuo. Matthew
murió en un accidente de montaña en 1967, poco después de cumplir 21 años. Aunque no
estaba presente en el momento del drama, esta tragedia también señaló el fin de la vida de
Paul, si bien todavía tardó cinco años en morir.
Aunque a veces Goodman glorificó la promiscuidad, era incapaz de ser infiel. Y aunque
escribió todos los géneros –poesía, teatro, novela, cuento, crítica literaria y social– su obra es
coherente, e incluso repetitiva. Algunos de estos géneros –especialmente el teatro y a veces la
poesía– fue un escritor mediocre y sus mejores obras resultaron ser a menudo las polémicas,
cuyo tono vehemente no afectaba en nada a la calidad.
Considerada en conjunto, su obra es notablemente fiel a los valores y cuestiones que le
afectaban profundamente.
La acogida reservada a Growing Up Absurd cambió la naturaleza de la producción de
Goodman. Dejó de publicar textos como los ensayos que su amigo Taylor Stoehr reunió y
publicó póstumamente con el título Nature Heals: the Psychological Essays of Paul Goodman
(Stoehr, 1977) y Gestalt Therapy (Perls et al., 1951). Dejó de escribir los relatos breves que
tan prolíficamente había producido anteriormente, y que Stoehr reunió y publicó en cuatro
volúmenes a la muerte de su autor (Stoehr, 1980).
Growing Up Absurd señala el punto de inflexión intelectual entre las primeras obras de
Goodman –literarias y filosóficas, y olvidadas en su mayor parte– y sus posteriores obras
polémicas sobre cuestiones de interés público, especialmente educación, que parecen más
pertinentes que nunca. ¿Qué provocó este cambio? ¿Variaron repentinamente los intereses de
Goodman? Todo depende de lo que se entienda por “intereses”, pero en conjunto la respuesta
es negativa.
A Goodman le interesaba ciertamente aprovechar la oportunidad de llegar a un público
más amplio que la fama le había proporcionado. Por primera vez en sus 50 años de edad, él y
su familia consiguieron unos ingresos decentes. También creció el interés por sus novelas: The
Empire City (1959) y sus relatos breves suscitaron nuevo interés y fueron reeditadas. Pero
sólo prosiguiendo el desarrollo del tipo de crítica social manifestada en Growing Up Absurd
pudo seguir atendiendo y fomentando las mayores esperanzas ahora depositadas en él como
portavoz público, que quizás alcanzó su cúspide cuando en 1966 fue invitado a participar en
las prestigiosas conferencias Massey de la Radio Canadiense para hablar de “La ambigüedad
moral en los Estados Unidos” (Like a Conquered Province, 1967), y le pidieron
colaboraciones las principales revistas de opinión norteamericanas.
Los críticos no se ponen de acuerdo sobre si Growing Up Absurd es la mejor obra de
Goodman, pero es cierto que fue la más influyente. ¿Por qué? ¿Y por qué le convirtió en una
importante autoridad en materia de educación?
En realidad, en Growing Up Absurd Goodman no tenía mucho que decir acerca de las
escuelas; sus ideas al respecto quedaron expuestas en Compulsory Miseducation (1964).
Growing Up Absurd le permitió tratar las cuestiones de la sexualidad, la comunidad y la
ruptura del desarrollo afectivo e intelectual, que le habían interesado durante toda su vida. En
las sociedades industriales la gente considera que los jóvenes son escolares; durante las horas
lectivas es ilegal que estén en otro lugar. Se piensa que las escuelas preparan a los alumnos
para conseguir un empleo útil y desarrollar carreras con éxito, y que tienen por finalidad
promover su desarrollo personal. Se piensa también que las escuelas deben disciplinar la
exuberante sexualidad de los jóvenes y que la escuela es el lugar donde deben estar, ya que en
el peor de los casos los mantiene alejados de la calle. El rechazo de la enseñanza es un grave
problema social que los lectores esperaban que Growing Up Absurd les ayudara a resolver.
Goodman rechazó todos estos supuestos. Para él, la educación, al igual que la vida, sólo
podría mejorarse mediante una reestructuración fundamental de la propia sociedad. “Puede
demostrarse –y es mi intención hacerlo– que ... nuestra sociedad de la abundancia no ofrece en
la actualidad muchas de las oportunidades objetivas y de los objetivos más elementales que
podrían hacer posible el crecimiento. No ofrece bastante trabajo humano. Carece de un
discurso público honrado y no toma en serio a la gente. Penaliza la aptitud y crea estupidez.
Corrompe el patriotismo cándido. Corrompe las bellas artes. Destruye la ciencia. Ahoga el
ardor animal. Desalienta las convicciones religiosas de la Justificación y la Vocación y apaga el
sentimiento de que existe una Creación. No tiene Honor. No tiene Comunidad.
Obsérvese simplemente esta lista. No hay nada sorprendente en ella ni en las minúsculas
ni en las mayúsculas. No tengo nada sutil ni novedoso que decir en esta obra; son cosas que
todos saben” (1960, pág. 12).
¿Acaso no es esto lo que se espera que haga la sociedad? La civilización tiene sus
descontentos.
En lo que respecta a los empleos y las carreras, Goodman los considera de importancia
fundamental. ¿Cómo podría ser de otro modo? El primer capítulo de Growing Up Absurd
tiene por título “Empleos”: se refiere a la función de la escuela para preparar a los alumnos a
conseguirlos. “Las personas que no hayan recibido educación no conseguirán trabajo. Esto es
lamentable desde el punto de vista humano, aunque es de suponer que los que han aprendido
algo en la escuela y consiguen sobrevivir al aburrimiento escolar también podrán tener su
tiempo de ocio. En cambio, los que no tengan instrucción también son inútiles para el ocio.
Para poder disfrutar del ocio se requiere aplicación, un fino sentido del valor y un poderoso
espíritu comunitario, en lo que no sobresalen precisamente los norteamericanos.
Desde este punto de vista podemos entender mejor el disparate de nuestra política escolar, que
de no ser así parecería inexplicable: obligar, a un precio muy caro, a los jóvenes a ir a escuelas
a las que no quieren ir y de las que no sacarán el menor provecho. Existen desde luego
motivos no pedagógicos, como liberar el hogar, controlar la delincuencia e impedir que entren
en la competición por el empleo. Pero existe también este motivo pedagógico
desesperadamente serio que consiste en preparar a los jóvenes a participar de una u otra
manera en una sociedad democrática que no los necesita. Si no, ¿qué sería de ellos si no saben
nada?
La enseñanza pública obligatoria se generalizó universalmente durante el siglo XIX a
fin de enseñar a los niños a leer, escribir y contar, conocimientos necesarios para construir una
economía industrial moderna. En la actual economía superdesarrollada, los maestros luchan
por conservar ese sistema elemental cuando la economía ya no lo necesita y se resiste a pagar
el costo correspondiente. La demanda pide científicos y técnicos, el 15% de los
“académicamente dotados” (1960, págs. 32 y 33).
Según Goodman –admirador de John Dewey, que creía firmemente que la enseñanza
debe enraizarse en la experiencia personal y en la vida de la comunidad– las escuelas forman
parte del problema. Como componentes de lo que denomina “el sistema organizado”, no
pueden contribuir mucho a encontrar una solución. Growing Up Absurd ataca ese sistema,
categoría por categoría, por su perniciosa influencia sobre la “estructura clasista”, la “aptitud”,
el “patriotismo” y la “fe”, que son algunos de los títulos de los capítulos. En uno de los
últimos, el titulado “La comunidad ausente”, Goodman resume de forma pormenorizada las
revoluciones ausentes de los tiempos modernos –las deficiencias y los compromisos– que se
suman a las condiciones que hacen difícil para los jóvenes crecer en nuestra sociedad (las
bastardillas son de Goodman, 1960, pág. 231). Si sus diagnósticos ya no sorprenden ello es
debido, a treinta y dos años de distancia, a que ha habido algunos progresos a pesar de haberse
registrado muchos cambios tecnológicos y políticos superficiales.
En su calidad de anarquista, no podía pedirse a Goodman que presentara y definiera un
programa sistemático en favor del cambio social. Y no lo hizo. Su anarquismo, y no su
verdadero patriotismo, le salvó de ser condenado como subversivo. Al no esperar gran cosa
del Estado, no formuló reivindicaciones doctrinarias en favor de un cambio fundamental. Fue
un libertario, no un socialista. No se puede ser más norteamericano.
Cuatro años después de Growing Up Absurd, Goodman publicó una obra dedicada
específicamente a la enseñanza, o más bien, como indica el propio título, Compulsory
Miseducation, a la “deseducación” obligatoria (1964). Esta obra es fundamentalmente una
continuación mucho más breve de Growing Up Absurd, pero constituye una fuente mucho
más manejable para los lectores interesados principalmente en el pensamiento de Goodman
sobre la educación.
Compulsory Miseducation, a diferencia de Growing Up Absurd, constituye una crítica
pluridimensional de la enseñanza y ofrece programas provocativos de mejora de la educación a
nivel elemental, secundario y universitario. De hecho, estos programas están menos
encaminados a mejorar la enseñanza que a permitir la huida de los lectores para que
encuentren alternativas a las escuelas, que puedan mejorar, en vez de perjudicar, sus
perspectivas de educación.
“En las escuelas y a través de los medios de comunicación, y no en el hogar o en
contacto con los amigos, la mayor parte de nuestros ciudadanos de todas las clases aprenden
que la vida es inevitablemente rutina, despersonalización y venalidad; que es mejor obedecer y
callarse; que no hay sitio para la espontaneidad, la sexualidad abierta y la libertad de espíritu.
Formados en las escuelas, se adaptan a los mismos puestos de trabajo, la misma cultura y la
misma política. Esto es la educación, la deseducación, la adaptación a las normas nacionales y
el enrolamiento en función de las “necesidades” nacionales” (1964, pág. 23).
Tras afirmar que “el sistema obligatorio se ha convertido en una trampa universal que no tiene nada bueno” (pág. 31), Goodman presenta seis propuestas alternativas:
“1. Prescindir totalmente de la escuela en algunas clases. Estos niños deberían escogerse
entre familias tolerantes, pero no necesariamente instruidas. Deberían ser vecinos y lo
suficientemente numerosos para constituir una sociedad por sí mismos y de esta forma
no sentirse simplemente “diferentes”... Este experimento no puede causar ningún daño a
los estudios de los niños, ya que hay pruebas de que los siete primeros años de trabajo
escolar podrían llevarse a cabo en el caso de niños normales impartiéndoles una buena
enseñanza que durase entre cuatro y siete años.
2.Prescindir del edificio escolar en algunas clases; asignar maestros y utilizar la propiaciudad como escuela –sus calles, cafeterías, almacenes, cines, museos, parques y fábricas...–.
3.Recurrir a los servicios de ciertos adultos adecuados de la comunidad no especializados
en la enseñanza –el farmacéutico, el tendero, el mecánico– como educadores de los
jóvenes para introducirlos en el mundo de los adultos... Sería sin duda una experiencia
útil y alentadora también para los adultos.
4.Hacer que la asistencia a clase no sea obligatoria, como en la escuela Summerhill de A.S.
Neill. Si los maestros son buenos, habrá poco absentismo; si son malos, habrá que
hacerlo saber. La asistencia obligatoria es útil para liberar a los padres de la presencia de
los hijos, pero no tiene por qué ser una trampa para los niños...
5.Descentralizar las escuelas urbanas (o no construir nuevos edificios grandes) en
pequeñas unidades, de 20 a 50, en locales disponibles. En estas pequeñas escuelas,
dotadas de tocadiscos y máquinas de juegos, podrían combinarse la sociabilidad, los
debates, los juegos y la enseñanza formal. En circunstancias especiales, estas pequeñas
unidades podrían reunirse en un auditorio o gimnasio común para transmitir la sensación
de una comunidad más amplia (...).
6.Utilizar una parte del dinero de la escuela para enviar a los niños durante un par de
meses al año a explotaciones agrícolas económicamente marginales, por ejemplo en cada
caso seis niños de orígenes distintos. La única exigencia sería que el agricultor los
alimentara y no les pegara. Sería mejor todavía que participasen en los trabajos
agrícolas...
Sobre todo, ésta u otras propuestas tienen que aplicarse a personas concretas y a pequeños
grupos, sin obligación de uniformidad. En cambio, deberían aplicarse normas uniformes
respecto de los resultados, establecidos por los Regents, el organismo encargado de la
educación en el Estado de Nueva York, pero sin establecer técnicas uniformes” (1964, págs.
32-34).
Vistas retrospectivamente, estas sugerencias, aunque presentadas con sinceridad, no
parecen muy serias si se trata de corregir los defectos del sistema educativo denunciados por
Goodman. Pero estaba obligado a presentarlas: especialmente en los Estados Unidos, se
espera que los críticos expliquen a sus lectores cómo corregir los abusos que deploran.
Además, Goodman tenía una actitud ambivalente en lo que respecta a su condición de
intelectual y deseaba ser considerado un hombre de acción. Recuerdo haberle oído comentar
con indignación la reacción de algunos responsables de la radio que le habían invitado a
participar en un debate sobre la influencia de los patrocinadores en el contenido de los
programas. En aquella época los programas dependían de patrocinadores concretos que con
frecuencia intervenían directamente en su planificación. Goodman sugirió que debían pagar sus
anuncios, como en los periódicos, en vez de presentarse como “La empresa que les ofrece” tal
o cual producto.
Así es cómo se financia actualmente la televisión, pero Goodman dijo que los ejecutivos
estaban furiosos de que él hubiera intentado ayudarles a resolver el problema. “Esperábamos
que calificase de abominable nuestra programación”, dijeron, “pero es inevitable. Lo que no
esperábamos es que intentara explicarnos cómo administrar nuestros negocios”.
Goodman citó esta anécdota en alguno de sus escritos. Lamento no haber conseguido
encontrar la cita exacta, pero le oí contar este episodio en más de una ocasión.
En toda su obra, Goodman se quejó de que en realidad no se hacía nada para corregir las
cosas que denunciaba, porque reflejaban la política de la clase dominante y, de no ser así, no se
hubieran producido. En realidad, sus sugerencias fueron ampliamente adoptadas, aunque de
manera desordenada y en menor grado. Algunas se incorporaron en la práctica, por ejemplo la
de llevar a los alumnos a la ciudad, pasando de la excursión convencional a una interacción
mucho más completa del tipo descrito por Goodman gracias a un innovador inspector escolar
de Filadelfia. Algunos docentes de la corriente mayoritaria, como Theodore Sizer en sus
influyentes obras Horace's Compromise (1984) y Horace's School (1992), recomendaron
dividir las grandes escuelas impersonales en unidades más pequeñas, cada una dotada de sus
propios docentes, aunque con un programa mucho más académico que el de Goodman. En la
actualidad, unos 200 miembros de la Coalición de Escuelas Esenciales, constituída en 1984,
estudian el plan de Sizer (Sizer, 1992, págs. 207 y siguientes).
Asimismo, varias prácticas educativas que Goodman condena en Compulsory
Miseducation han sido abandonadas o modificadas sustancialmente. Hoy día resulta incluso
difícil recordar qué se entendía por “instrucción programada” y por las “máquinas de enseñar”
a las que Goodman dedicó todo su capítulo 6 (1964, págs. 80-91). Las computadoras se han
hecho menos llamativas pero están omnipresentes en la enseñanza y en la vida, al mismo
tiempo que la amenaza de despersonalización y reducción de la función del docente se han
hecho una realidad plena, más a causa de los medios institucionales que de los tecnológicos.
La reducción del nivel de competencia pérdida de la profesión docente, a la que ha
dedicado gran parte de su brillante obra Michael Apple (1979), se lleva a cabo más por
prescripción que por mecanización, mediante la publicación de guías para el maestro en las
que se establecen las utilizaciones admisibles de materiales. La centralización de la elaboración
de los programas de estudios y las penas en que incurren los maestros que amplían los
materiales proporcionados han ido mucho más lejos de lo que Goodman podía imaginar, y no
sólo ni principalmente en los Estados Unidos. James Meikle (1992) informa sobre el reciente
aumento del control sobre la educación en el Reino Unido, donde el Consejo Nacional de
Programas de Estudio, cuyas recomendaciones acogió complacido John Patten, Secretario de
Educación, introducirá “un canon obligatorio de grandes obras”. Patten ha decretado
asimismo que en los tres años próximos los niños de 14 años sean sometidos a exámenes sobre
una de estas tres obras de Shakespeare: El sueño de una noche de verano, Romeo y Julieta y
Julio César. En sus recomendaciones, David Pascall, ex asesor del gobierno, que preside el
indicado Consejo, sugería que los maestros deberían corregir discretamente a los alumnos que
hablan descuidadamente en el patio de recreo. “El inglés es la asignatura más importante del
programa de estudios nacional”, declaró. “Sienta las bases de todo aprendizaje futuro para el
éxito en la vida”. Casi treinta años antes, Goodman había observado lo siguiente: “No se
puede hablar de manera personal y poética cuando existe la turbación de la autorrevelación,
incluida la revelación de uno mismo, ni cuando existe una desconfianza animal y una sospecha
de la comunidad, una vergüenza de exhibirse y ser excéntrico, lo que hace aferrarse a las
normas sociales. El lenguaje no puede ser iniciador cuando las principales instituciones
sociales están burocratizadas y predeterminan todos los elementos y decisiones, de tal forma
que de hecho las personas no tienen ningún poder que sea útil expresar. El habla no puede ser
exploratoria y heurística cuando una angustia crónica e insidiosa impide que las personas se
arriesguen a perderse en una confusión temporal y pidan ayuda para comunicar, incluso si la
comunicación es Babel” (1964, pág. 79).
Aunque para Goodman resultaba claramente adecuado ofrecer sugerencias útiles para
mejorar la calidad de la enseñanza, yo creo que éstas rebajan la calidad de su obra. Su principal
fuerza reside en la claridad de la visión moral y la cívica en que se basa su crítica de la escuela
y de la sociedad. No obstante, resulta molesto verle tan dispuesto a hacer lo posible en una
tarea tan poco agradecida, aunque en bien del alumno haya que intentarlo. Treinta años
después, resulta evidente que muchas de las sugerencias que presentó ya se han adoptado de
manera habitual, y que después de todo la diferencia no ha sido muy grande.
Como muestra todo el análisis de Goodman, el mejoramiento efectivo de la enseñanza
depende de que mejore radicalmente la condición social y política de los jóvenes. Están
esperando desde hace mucho tiempo. La tercera y última sección de Compulsory
Miseducation está dedicada a la enseñanza universitaria. Goodman comienza destacando lo
que tiene de inadecuado esa enseñanza para muchos jóvenes que se ven obligados a ir a la
universidad para asegurar un futuro económico al que en muchos casos la universidad no
aporta nada de pertinente. Una de las preocupaciones persistentes en gran parte de su obra,
reforzada por la experiencia del fracaso escolar de muchos jóvenes en los años 60, es la
extrema dificultad de llevar una vida estable de pobreza decente, alejada de la competencia
incesante. Goodman presenta “dos propuestas sencillas” (1964, págs. 124-30) para hacer que
la universidad sea más accesible. La primera propuesta es la siguiente: “... media docena de las
universidades más prestigiosas en el terreno de las humanidades anunciarán desde 1966 que
para ingresar en ellas exigirán haber dedicado dos años, después de la enseñanza media, a
alguna actividad de maduración... Esta propuesta tiene dos finalidades: conseguir que los
alumnos hayan acumulado suficiente experiencia en la vida para recibir educación a nivel
universitario ... y romper el cerrojo que supone haber seguido durante 12 años lecciones
obligatorias para obtener una nota, de forma que el alumno pueda enfocar los estudios
universitarios con alguna motivación intrínseca, y por consiguiente tal vez pueda asimilar algo
que le permita cambiar”.
La segunda propuesta, todavía más sencilla, es que debe suprimirse el sistema de
calificaciones y utilizarse más los tests para efectuar diagnósticos que permitan orientar la
enseñanza. Así lo ha hecho la Universidad Hampshire en Amherst, Massachusetts, aunque al
final los alumnos todavía tienen que escribir tesis aceptables para graduarse.
La cosa no es sencilla, y Goodman debía saberlo. La sección de Compulsory
Miseducation relativa a la universidad parece ser un resumen de la obra que Goodman publicó
en 1962 con el título The Community of Scholars. Gran parte de este libro está dedicado a una
historia libremente presentada de las universidades desde los tiempos medievales, con el fin de
definir su naturaleza esencial y determinar cuánto puede rescatarse todavía de los estragos de
la burocratización. Es una obra sensata y, para su época, muy perspicaz. Además, Goodman
fue prácticamente el único crítico de izquierdas de la educación que respetó y aceptó el
aprendizaje clásico, como “un hombre de letras a la antigua usanza que era”. Actualmente, la
obra The Community of Scholars deja una sensación un tanto extraña, un poco como si Jonás
hubiese escrito un tratado sobre cetáceos.
El lugar de Goodman entre los críticos de la educación:
antes y ahora
En 1967 el periodista y crítico social Peter Schrag publicó en Saturday Review un artículo en
el que resumía y evaluaba la crítica de la enseñanza que muchos de nosotros, con perspectivas
bastante parecidas, habíamos llevado a cabo durante los diez años anteriores. Además de
Goodman y yo mismo, Schrag incluyó a George Dennison, John Holt, Herbert Kohl y
Jonathon Kozol, entre otros. James Herndon, el más perspicaz de todos nosotros, así como el
único que había sido y siguió siendo maestro de una escuela pública durante toda su vida
activa, todavía no había publicado The Way It Spozed to Be (1968), la primera de una serie de
obras que todavía ahora constituyen la mejor reseña que conozco acerca del funcionamiento
real diario de las escuelas, en este caso Carolina del Norte.
Schrag nos calificaba de “críticos románticos de la educación”, lo que significaba que
nuestro gran interés por los alumnos era admirable, pero que nuestras exigencias políticas
respecto de las escuelas resultaban irrealistas. Sin embargo, en el decenio de 1960, en los
Estados Unidos de América, el conflicto cultural estaba en todas partes y era lo bastante
intenso para dar a entender que, si bien la política quizás sea el arte de lo posible, este arte se
estaba haciendo más expresionista. Formábamos parte del movimiento, como Arquímedes en
busca de un empleo seguro.
Aunque nos considerábamos iguales y compartíamos muchos valores comunes que las
escuelas mantenían escasamente, existían importantes diferencias entre nosotros. George
Dennison fundó la primera escuela de la calle en la zona baja oriental de Manhattan, en el
otoño de 1964, con un grupo de veintitrés chicos, la mayoría pobres, que habían fracasado en
la escuela pública. Su único rasgo común al principio era que detestaban esa escuela y
desconfiaban de ella por haberles considerado unos fracasados. La nueva escuela desapareció
repentinamente al final del año escolar debido a su propio éxito: se quedó sin dinero y las
fundaciones le negaron los fondos alegando que, a partir del momento en que tenía éxito, no
tenía derecho a ser considerada una escuela experimental. Dennison describió la escuela y sus
alumnos en The Lives of Children (1969), quizás la mejor y más interesante obra de las
escritas por todos nosotros.
Aunque se formó con Paul Goodman en el Instituto de Terapia de la Forma y le cita
elogiosamente en The Lives of Children, Dennison, por comparación, revela en su obra el
sentimentalismo de Goodman. Los alumnos de Dennison utilizan realmente la ciudad como
aula, exasperándolo a menudo por su comportamiento: “En esa época estaba totalmente
disgustado con ellos porque gritaban sin cesar, eran violentos y al mismo tiempo temerosos,
tenían una personalidad solapada y perversa, eran supersticiosos, adoraban los Cadillacs y los
truhanes, tenían fantasías estúpidas, eran impacientes y vacíos. Me fui sin decir palabra, con la
intención de abandonarles e irme a casa” (Dennison, 1969, pág. 145).
Sin lugar a dudas, José, el joven puertorriqueño prácticamente realfabetizado por
Dennison después de que las escuelas de la ciudad de Nueva York le hubiesen borrado de la
cabeza su lengua materna que antes leía y escribía perfectamente, contrasta fuertemente con
Horacio, el fantástico adolescente latino, héroe de Goodman en The Empire City (1959).
Goodman tenía razón cuando enviaba a algunos de los jóvenes urbanos que amaba a descansar
en una granja semejante a la de Dennison, el cual –no me cabe duda de ello– los hubiera
acogido complacido en la granja de Maine donde pasó los últimos tiempos de su vida como
novelista de renombre.
John Holt, uno de los amigos más íntimos de Dennison, también era totalmente diferente de Goodman. Holt era un hombre ponderado. Durante la Segunda Guerra Mundial estuvo al mando de un submarino norteamericano y fue profesor de matemáticas. Su primera obra y la que lo hizo famoso, How Children Fail (1967), tuvo su origen en la curiosidad de Holt por los extravíos intelectuales que impiden que algunos niños aprendan la aritmética elemental. Una observación minuciosa le reveló que en general están preocupados por un problema totalmente distinto: imaginar, por el comportamiento de la maestra, qué respuesta desea; no piensan en absoluto en las matemáticas.
Incluso hoy día el título de la obra de Holt suele citarse erróneamente con el título “Why Children Fail?”, pero Holt no llegaba a dar una respuesta: quería decir “cómo” (how), no “por qué” (why); y tan pronto como entendió el “cómo”, el “por qué” resultó evidente. Las escuelas fomentan la competencia y la ansiedad. Los niños entienden perfectamente lo que se exige de ellos y la necesidad de evitar el fracaso a toda costa, en detrimento de lo que podrían aprender. Muy pronto compartió Holt –y tal vez con mayor intensidad– la repugnancia y el desprecio de Goodman por la enseñanza institucionalizada como obstáculo a la educación. Por el hecho de ser un soltero empedernido, apreciaba a los niños más que cualquiera de nosotros y mantuvo una misteriosa relación con ellos.
Él y Goodman no podían ser más distintos: Goodman era el judío neoyorquino por excelencia, conferenciante seductor, a la vez desenfadado y pretencioso. Holt, nacido en el Medio Oeste y criado en Colorado, también era un conferenciante desenfadado, pero apagado, cuyo público y lectores entendían fácilmente lo que quería decir. Pero tenían en común su interés por la política local y comunitaria, en la que intervinieron de forma muy distinta.
Goodman era un ideólogo de la comunidad, Holt un técnico callado, dedicado a enseñar a los padres cómo liberar a sus hijos del sistema organizado que Goodman condenaba de manera tan estridente. Holt organizó una red de corresponsales por toda América del Norte e incluso más allá para publicar un boletín gracias al cual los jóvenes podían informarse mutuamente acerca de sus progresos y problemas en la organización de pequeñas escuelas independientes o la enseñanza a domicilio. En cambio, le interesaban poco las cuestiones más amplias de política y nunca se ocupó seriamente de las consecuencias segregacionistas de su enfoque de la desescolarización que, sin duda alguna y con razón, habrían preocupado a Goodman. Escribió varias obras después de How Children Fail, algunas de ellas encaminadas a sugerir a los maestros cómo podrían mejorar su enseñanza, aunque dedicadas sobre todo a alejar a los niños de las escuelas formales, como Teach Your Own: a Hopeful Path for Education (1981).
Herbert Kohl y Jonathon Kozol, que habían estudiado en Harvard, empezaron centrando su atención en las dificultades escolares de los niños de los barrios de tugurios y especialmente de los niños negros. Su enfoque contrasta con el de J. Herndon que, igualmente respetuoso de sus alumnos como seres humanos, expone irónicamente sus estrategias en la escuela, la cual puede ser mucho más tonta que ellos. La obra de Kohl 36 children (1967) es una reseña de su experiencia como profesor de inglés, especialmente de poesía, de escolares de Harlem que a menudo estaban verdaderamente dotados para versificar, facultad que los administradores escolares anquilosaban al escandalizarse por el lenguaje empleado, negándose a admitir que los niños hubieran podido tener relación con los proxenetas y vendedores de droga sobre los que escribían con tanto realismo.
A lo largo de toda su carrera, Kohl siguió escribiendo sobre las dificultades concretas de enseñar de forma responsable y eficaz en las escuelas públicas norteamericanas. Sólo él y Herndon han dedicado tanta atención a examinar de forma muy imaginativa y práctica lo que puede hacerse en favor de los alumnos, y cómo llevarlo a la práctica en un entorno escolar convencional. La obra de Kohl, Growing Minds: on Becoming a Teacher (1984) es una pequeña obra maestra, a la vez una conmovedora reseña autobiográfica de los motivos que le indujeron a escoger su profesión y sus experiencias formadoras, y una serie muy pormenorizada de casos concretos de problemas en clase y la forma de tratarlos eficazmente.
Es una obra seductora pero honesta: “Siento decir que enseñar bien me parece una actividad solitaria, pero así ha sido en mi caso. Durante más de 20 años he tratado de hablar con colegas y administradores acerca de ideas sobre educación y cuestiones que puedan interesar y atraer a los alumnos, y en general he recibido miradas de incomprensión. No se trata tanto de que a los educadores no les gustase yo o mis ideas, sino de que se habían instalado en los programas de estudio establecidos y los programas se habían instalado en ellos. Enseñar significaba realizar una serie de tareas en un plazo determinado sin perder el control. La imagen que tenían de sí mismos no correspondía a la del maestro como artesano avezado o artista creativo” (Kohl, 1984, pág. 137).
Jonathon Kozol había recorrido una larga carrera desde que empezó, siendo estudiante –incluso entonces de ideas radicales– como director de Harvard Crimson. Su primer libro, Death at an Early Age (1967), tenía por tema el trato infame dado a los niños negros en las escuelas de Boston en aquella época. Es una acusación encolerizada, emocionante y totalmente auténtica de unas prácticas escolares indecentes, pero el interés fundamental de Kozol reside principalmente en los procesos y efectos del empobrecimiento y la explotación en los que la enseñanza desempeña un papel tan importante y ambivalente. Después siguió publicando sobre temas escolares: Children of the Revolution: a Yankee Teacher in the Cuban Schools (1978) es una reseña muy favorable, aunque a veces crítica, de las escuelas cubanas que Kozol visitó en 1976 y 1977 (no enseñó en ellas); su obra más reciente, Savage Inequalities: Children in America's Schools (1991), pone de manifiesto que, por desgracia, muy poco ha cambiado fundamentalmente desde que escribió Death at an Early Age. Rachel and Her Children: Homeless Families in America (1989), quizás su mejor obra, está dedicada a los problemas fundamentales mucho más graves de la pobreza en los Estados Unidos. Kozol también cita a Goodman con aprobación, pero su idea de la pobreza hace que Goodman casi parezca frívolo.
En este grupo de “críticos románticos” Goodman parece haber sido en cierto sentido fundamental. Fue el primero y también el primero en morir. Su influencia ha sido reconocida con frecuencia. Su observación del destino de los jóvenes en la sociedad fue profética y premonitoria, y su influencia en los debates sobre educación, pero no en la práctica de la enseñanza, fue profunda. Su actitud con respecto a la sexualidad y a la expresión sexual en la enseñanza fue todo lo ejemplar que era posible y, de haber resultado aceptable, hubiese modificado el concepto de abuso sexual, suprimiendo de nuestra cultura los materiales con los que teje sus escándalos más destructivos. Hasta que se publicó la obra de Illich Deschooling Society (1971), un año antes de morir Goodman, éste era a la vez el principal iconoclasta e icono de los críticos izquierdistas de educación. Incluso hoy día, probablemente sea el más recordado como nuestro representante. Sin embargo, tuvo menos relación con la enseñanza que cualquier otro de nosotros: incluso yo, que no fui a la escuela hasta que ingresé en la universidad.
¿Es esto una paradoja? Creo que no. Por el sencillo hecho de que ninguno de nosotros pudo soportar las escuelas, que tanto tiempo criticamos. Ninguno de nosotros permaneció en ellas, todos nos escapamos por distintos caminos. Dennison y Kohl pasaron la mayor parte de sus últimos años en los bosques de Maine y Carolina del Norte, respectivamente, pero continuaron interesándose en las cuestiones escolares locales. Kohl, por su parte, dirigió un campamento de verano para jóvenes con dificultades de aprendizaje. Los demás, como ya he dicho, o perdimos interés, como Holt, por las escuelas propiamente dichas, o nos interesamos por otra cuestión más amplia y profunda, a saber, cómo puede funcionar una sociedad que apoya esas instituciones y obliga a sus jóvenes a asistir a ellas. Cui bono? Quis custodiet ipsos custodes?
Al ampliar la investigación, Ivan Illich nos superó a todos. Nacido en Viena en 1926 y sacerdote jesuita, entró como un meteoro en la esfera del conflicto educativo gracias a la inspirada labor que llevó a cabo en la ciudad de Nueva York con jóvenes puertorriqueños analfabetos. En 1964 fundó en Cuernavaca (México) el Centro de Documentación Intercultural, donde nos recibió a muchos de nosotros, incluido Goodman en sus últimos años de vida, en seminarios sobre cuestiones que trascendían con mucho la educación. No es aquí el lugar adecuado para tratar de resumir la contribución de Illich, que requiere y merece un perfil propio. Baste con decir que la enseñanza le sirvió como metáfora de los procesos de alineación y desarrollo tecnológico excesivo en todas las esferas de la vida social y económica, que estudió en obras como Tools for Conviviality (1973) y Medical Nemesis (1985), entre muchas otras.
Entre tanto, en América siguieron desarrollándose otras escuelas de crítica, además de la de los “románticos”. Críticos radicales como Michael B. Katz (1971), Joel Spring (1972), Clarence Karier (1975) y Samuel Bowles y Herbert Gintis (1976), aunque favorables a las cuestiones que habían planteado los “románticos”, se enraizaron mucho más firmemente en una crítica económica fundamental, anarquista o neomarxista según los casos. En el otro extremo, los críticos de la enseñanza conservadores buscaron medios para conseguir que las escuelas fuesen instrumentos más eficaces de socialización, a fin de aumentar los niveles de los resultados universitarios o por los menos detener la disminución que creían se estaba produciendo. Algunos, como Diane Ravitch (1978), se enfrentaron directamente con los radicales. Otros, como David P. Gardner (National Commission on Excellence in Education, 1983) y Theodore Sizer (1984), que figuran entre los principales críticos de esta tendencia, aceptaron la misión tradicional de las escuelas sin ponerla en duda y estudiaron la forma de conseguir que fuesen instrumentos más eficaces para, sobre todo, aumentar la ventaja competitiva de la sociedad norteamericana. Desde hace algunos años este punto de vista domina el debate permanente acerca de la finalidad y calidad de la enseñanza norteamericana. “Excelencia” y “alfabetización” son las palabras clave que se emplean para designar el aprendizaje de programas y conocimientos prácticos tradicionales, y en especial la actitud necesaria para competir con éxito por los puestos de trabajo, aunque sólo sea porque los posibles empleadores exigen las credenciales correspondientes. La enseñanza norteamericana siempre ha estado orientada ante todo al empleo. De hecho, la enseñanza obligatoria hasta la mitad de la adolescencia es una criatura de la industrialización que se extendió ampliamente por todo el mundo a medida que los países se desarrollaron y adoptaron su forma moderna. Como Illich pone de relieve en Deschooling Society, los países en desarrollo intentan establecer casi siempre sistemas de enseñanza obligatoria que, de implantarlos realmente, los llevarían a la quiebra de inmediato.
Tradicionalmente, también se han aducido otros argumentos importantes en favor de la enseñanza apoyada por el Estado: la necesidad de contar con un electorado informado y de que se reconozca que se comparte una cultura común. Estas afirmaciones se repiten a menudo con ansiedad creciente a medida que se considera que las escuelas fracasan en esos intentos.
En cambio, se hacen menos acuciantes cuando el conflicto de intereses entre clases y grupos organizados oscurece la visión de una cultura común; se reconoce más explícitamente que las escuelas forman parte esencial de los medios de comunicación de masas, al menos en lo que se refiere a someterse a la censura y control, como las películas o la televisión. En la obra de Joel Spring, Images of American Life (1992), figura un convincente análisis histórico de esta evolución.
Llegados a este punto, Goodman se enfrenta con una paradoja. Es evidente que, a pesar de las limitaciones impuestas por su narcisismo, su idea de la institución escolar y de sus defectos era correcta. La cultura norteamericana, incluida la enseñanza, se ha desarrollado en gran medida como él advertía que podía ocurrir. Esto significa sin duda que, como hubiese podido prever, sus consejos continuaran siendo desoídos, rechazados por estar teñidos del idealismo inoportuno del decenio de 1960, y por ser él ciegamente renuente, a pesar de su patriotismo, a celebrar el lugar ocupado por los Estados Unidos como avanzada permanentemente reconocida de las fuerzas de la libertad en el mundo. Un número sorprendentemente grande de personas comparte esta renuencia. El problema es que a medida que los educadores norteamericanos continúan reduciendo sus pretensiones en materia de educación, exigiendo simplemente, con urgencia creciente, que sirva los fines del mando nacional, los problemas de la enseñanza pasan a ser, si no menos importantes, ciertamente menos característicos y por consiguiente menos absorbentes. Como Goodman hubiese reconocido sin duda, la enseñanza norteamericana no tiene nada malo, excepto lo que tiene de malo la sociedad norteamericana.