viernes, junio 04, 2004

Cualquier tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia
Arthur C. Clarke

foto: marc masmiquel 2004

hipótesis MYH16

Menos mordida pero más cerebro
(Por Glenys Álvarez) 1 de abril de 2004
Una mutación genética pudo haber iniciado la evolución del cerebro humano
Es probable que hace unos 2.4 millones de años, un gen haya iniciado una interesante cascada evolutiva. De acuerdo con un impresionante estudio antropológico y genético, los residuos de este gen, que permanece inactivo en todas las personas en el mundo, junto al elaborado estudio de los fósiles, ha originado una controvertida teoría sobre la evolución del cerebro humano. Los científicos que no estuvieron involucrados en el estudio han catalogado la nueva teoría como "intrigante y provocativa" y otros más se refieren a ella como una "hipótesis seductora".
Todo comenzó durante unas investigaciones dirigidas al conocimiento minucioso de la distrofia muscular. Los científicos estudiaban residuos de genes que estuvieran envueltos en la producción y el control de la miosina, una proteína que se encarga de la producción de tejido muscular. En una parte del genoma que había sido obviada por los investigadores, descubrieron un gen que permanecía inactivo en los humanos pero que estaba intacto en el genoma de algunos simios como los chimpancés y los monos macacos.
"Es la primera diferencia funcional genética que encontramos entre los humanos y los simios. Además, y aún más importante, al comparar estos cambios anatómicos con el récord de fósiles que tenemos disponibles nos dimos cuenta que aparece en el momento preciso en que cambios evolutivos comienzan a aparecer en los homínidos", explicó el director del equipo de la Universidad de Pennsylvania donde se realizó el estudio, el doctor Hansell H. Stedman.
El ahora famoso gen, denominado MYH16, se encarga de producir músculos en la mandíbula que aumentan el poder para masticar y morder. Los investigadores opinan que la inactividad de este gen permitió que el cerebro humano encontrara más espacio en el cráneo para crecer y evolucionara hacia el Homo sapiens que somos hoy. En otras palabras, el homínido de unos 2.4 millones de años atrás, con una protuberante mandíbula y un cerebro pequeño, se benefició de la mutación del gen y intercambió el poder de su mordida por más poder neuronal.
"Cuando comparamos el momento en que pensamos mutó el gen con la cantidad de fósiles que indican la aparición de los primeros homínidos, los cálculos nos dicen que ambas ocurrencias están involucradas. Alrededor de esta fecha es cuando los primeros animales del genus homo, con mandíbulas más pequeñas y cráneos más grandes, comienzan a aparecer. De hecho, dos millones de años atrás es precisamente cuando el Homo erectus salía caminando del continente africano", explicó la doctora Nancy Minugh-Purvis, paleoantropóloga y parte del equipo en Pennsylvania.

Algunas opiniones en contra
"A pesar de tratarse de una investigación sumamente elegante, no creo que la evolución del cerebro humano haya sido propiciada por una sola mutación genética. Quizás la inactividad de MYH16 haya iniciado una cadena de eventos que llevaran a los primeros homínidos al desarrollo posterior en Homo sapiens", sugirió para el periódico The New York Times el doctor Alan Walker, especialista en evolución humana de la misma universidad.
Sin embargo, el doctor Stedman, director del equipo de investigación, defiende intensamente su postura. "No sugerimos que la mutación del gen dio lugar al Homo sapiens, más bien eliminó un impedimento que había inhibido hasta el momento el crecimiento cerebral".

¿Cuál es la teoría?
Según la nueva investigación, un gen es responsable de la gran diferencia entre los monos y los seres humanos. De acuerdo con los antropólogos, el gen sufrió una mutación hace unos 2.4 millones de años que permitió el desarrollo cerebral de los homínidos. Los especialistas sugieren que este gen, cuya función es producir músculos fuertes en la mandíbula, al dejar de funcionar permitió que la mandíbula comenzara a decrecer y el cráneo hiciera más especio para la evolución de un cerebro más grande.

Interesantes coincidencias
El gen en cuestión ha permanecido desactivado todos estos millones de años en la humanidad completa. Sin embargo, los monos, como los chimpancés y los macacos, lo tienen intacto.

Miosina
MYH16 se encarga de producir miosina, una proteína que hace crecer los músculos de la mandíbula. Para los investigadores, la mutación del gen hizo que la mordida de los homínidos perdiera el poder, que fue compensado con el desarrollo del cerebro que utilizó el espacio de la prominente quijada de los simios, para crecer y evolucionar.
http://www.sindioses.org/noticias/mordida.html

La carga del escepticismo/ Carl Sagan

¿Qué es el escepticismo? No es nada esotérico. Nos lo encontramos a diario. Cuando compramos un coche usado, si tenemos el mínimo de sensatez, emplearemos algunas habilidades escépticas residuales (las que nos haya dejado nuestra educación). Podrías decir: "Este tipo es de apariencia honesta. Aceptaré lo que me ofrezca." O podrías decir: "Bueno, he oído que de vez en cuando hay pequeños engaños relacionados con la venta de coches usados, quizá involuntarios por parte del vendedor", y luego hacer algo. Le das unas pataditas a los neumáticos, abres las puertas, miras debajo del capó. (Podrías valorar cómo anda el coche aunque no supieses lo que se supone que tendría que haber debajo del capó, o podrías traerte a un amigo aficionado a la mecánica.) Sabes que se requiere algo de escepticismo, y comprendes por qué. Es desagradable que tengas que estar en desacuerdo con el vendedor de coches usados, o que tengas que hacerle algunas preguntas a las que es reacio a contestar.
(para leer más:http://www.sindioses.org/escepticismo/cargaescepticismo.html)

Epidemiología del alarmismo

serva modum-conserva la templanza
Enrique Gil Calvo
(...)
A fines del año pasado participé en un tribunal encargado de juzgar una tesis doctoral que versaba sobre cine de terror y sociedad del riesgo. Y cuando le tocó intervenir a un catedrático senior bien conocido por su cosmopolitismo, que está especializado en historia de la teoría social, se limitó a dictaminar: ’La sociología del riesgo es una estupidez, y Ulrich Beck, su máximo profeta, un auténtico idiota’. Su narcisismo debió quedar satisfecho, si es que padece una neurosis tan gratificante, pues inmediatamente un rumor colectivo inundó el Salón de Grados, sacudido por tan inesperado escándalo. Chapeau.
Como se sabe, el sociólogo alemán de moda, Ulrich Beck, se ha hecho famoso popularizando una versión extremada y reducida al absurdo de la hipótesis weberiana de la jaula de hierro: el exceso de racionalismo y modernización sólo conduciría a un infierno inhumano. Y donde Weber hablaba de consecuencias no queridas o efectos perversos (concepto acuñado por Goethe en su Fausto), Beck predica la proliferación
de peligros emergentes: incertidumbre, inseguridad y riesgo. Es la quintaesencia de la retórica reaccionaria tan querida por el pensamiento conservador, que, al decir de Hirschman, en el cambio social sólo sabe advertir no el progreso evidente, sino tan sólo su peligrosidad o jeopardy. Sus argumentos son los consabidos lugares comunes sobre las presuntas patologías yatrogénicas que causaría el desarrollo científicotécnico del capitalismo: desempleo crónico, desorganización familiar, destrucción del medio ambiente y creación de nuevos desastres causados por el exceso de codicia o ambición. Y la respuesta a tanto alarmismo también es conocida: el cambio social genera mayor incertidumbre, pero ésta es de naturaleza jánica o bifronte, puesto que tanto representa un riesgo como su contrario, una oportunidad.
La originalidad de Beck residiría en la proposición de dos axiomas probablemente falsos. El primero es que la tasa neta de riesgos estaría creciendo a nivel global, cuando todos los indicadores sociales de calidad de vida y desarrollo humano, con la longevidad en primer término, lo desmienten categóricamente. El segundo es que los nuevos riesgos específicamente modernos ya no son naturales sino artificiales, en el sentido de que surgen como subproducto social. Pero esto no es nada nuevo. Hace doce mil años, los cazadores preagrícolas extinguieron la megafauna del pleistoceno.
Hace diez milenios, la revolución agrícola inventó las epidemias contagiosas al crear las ciudades-estado neolíticas. Hace tres o cuatro milenios, los grandes imperios hidráulicos transformaron los cursos fluviales induciendo cambios climáticos.
Hace medio milenio, los agricultores feudales y los constructores de barcos destruyeron el bosque europeo y diezmaron la población amerindia, contagiada por letales virus mediterráneos. Y hace doscientos años se inventó el capitalismo industrial, con su catarata de efectos colaterales. Todos esos riesgos creados fueron imprevistos y quedaron sin control. Mientras que ahora, en cambio, ya sabemos preverlos,asegurarnos contra ellos y controlarlos cada vez más.
Pero si la tesis de Beck es falsa, ¿por qué ha tenido tanto éxito entre los sociólogos más cándidos o crédulos? Pues porque el miedo es emocionante, como descubrió el cine de terror, y el alarmismo se vende muy bien. Pero ¿miedo a qué?: ¿al científico loco, que enloquece a las vacas convirtiéndolas en carnívoras, según la vieja metáfora fáustica del aprendiz de brujo que se convirtió en un híbrido de Pigmalión y Frankenstein?
No, miedo a nosotros mismos. Lo que demuestra el éxito del libro de Beck no es que crezcan los riesgos reales, pues decrecen objetivamente, sino que crece la contagiosidad del miedo a los riesgos percibidos o imaginarios. Nuestra sociedad es cada vez más densa, dada la multiplicación de nuestras redes de interconexión: es la densidad moral de Dürkheim. Y eso hace que los pánicos, financieros o sociales, se multipliquen instantáneamente, en cuanto suena una voz de alarma aparentemente autorizada. ¿Puro irracionalismo patológico, sólo entendible como freudiana psicología de las masas? Quizá, pero el comportamiento colectivo no es irracional.
Se trata, como apunta Jean-Pierre Dupuy, de la mano invisible de Adam Smith, que igual sirve para crear un orden automático, nacido por generación espontánea del intercambio agregado, que para crear desorden aleatorio, también nacido del mero intercambio propagado por mimetismo. Si la competencia se transmite por imitación, también el pánico se contrae por contagio. De ahí que se establezcan ciclos de oscilación pendular como en las modas o en los negocios, que fluctúan del orden al desorden, del riesgo a la seguridad, de la reactivación a la recesión y de la euforia al pánico, en movimientos colectivos que se realimentan a sí mismos por pura causalidad circular, trazando círculos ora virtuosos ora viciosos. Y aquí no importa demasiado el origen del riesgo que pueda encender el pánico, pues, una vez iniciado por causas imaginarias o reales, enseguida cobra vida propia, pasando a autorreplicarse por contagio como hacen los virus epidemiológicos. Es la reproducción mimética de los memes de que habla Richard Dawkins, en todo paralela a la de los genes, que se transmiten y replican por contagio cultural. Y entonces el miedo al riesgo circula por doquier, hasta inundar todos los canales de la sociedad-red.


The myth of interference

http://www.salon.com/tech/feature/2003/03/12/spectrum/

La posibilidad de un universo finito y sin embargo no limitado

Las especulaciones en torno a la estructura del universo se movieron también en otra dirección muy distinta. En efecto, el desarrollo de la geometría no euclidiana hizo ver que es posible dudar de la infinitud de nuestro espacio sin entrar en colisión con las leyes del pensamiento ni con la experiencia (Riemann, Helmholtz). Estas cuestiones las han aclarado ya con todo detalle Helmholtz y Poincaré, mientras que aquí yo no puedo hacer más que tocarlas fugazmente.
Imaginemos en primer lugar un suceso bidimensional. Supongamos que unos seres planos, provistos de herramientas planas —en particular pequeñas reglas planas y rígidas— se pueden mover libremente en un plano. Fuera de él no existe nada para ellos; el acontecer en su plano, que ellos observan en sí mismos y en sus objetos, es un acontecer causalmente cerrado. En particular son realizables las construcciones de la geometría euclidiana plana con varillas, por ejemplo la construcción reticular sobre la mesa que contemplamos en cap. 24. El mundo de estos seres es, en contraposición al nuestro, espacialmente bidimensional, pero, al igual que el nuestro, de extensión infinita. En él tienen cabida infinitos cuadrados iguales construidos con varillas, es decir, su volumen (superficie) es infinito. Si estos seres dicen que su mundo es «plano», no dejará de tener sentido su afirmación, a saber, el sentido de que con sus varillas se pueden realizar las construcciones de la geometría euclidiana del plano, representando cada varilla siempre el mismo segmento, independientemente de su posición.
Volvamos ahora a imaginarnos un suceso bidimensional, pero no en un plano, sino en una superficie esférica. Los seres planos, junto con sus reglas de medida y demás objetos, yacen exactamente en esta superficie y no pueden abandonarla; todo su mundo perceptivo se extiende única y exclusivamente a la superficie esférica. Estos seres ¿podrán decir que la geometría de su mundo es una geometría euclidiana bidimensional y considerar que sus varillas son una realización del «segmento»? No pueden, porque al intentar materializar una recta obtendrán una curva, que nosotros, seres «tridimensionales», llamamos círculo máximo, es decir, una línea cerrada de determinada longitud finita que se puede medir con una varilla. Este mundo tiene asimismo una superficie finita que se puede comparar con la de un cuadrado construido con varillas. El gran encanto que depara el sumergirse en esta reflexión reside en percatarse de lo siguiente: el mundo de estos seres es finito y sin embargo no tiene límites.
Ahora bien, los seres esféricos no necesitan emprender un viaje por el mundo para advertir que no habitan en un mundo euclideano, de lo cual pueden convencerse en cualquier trozo no demasiado pequeño de la esfera. Basta con que, desde un punto, tracen «segmentos rectos» (arcos de circunferencia, si lo juzgamos tridimensionalmente) de igual longitud en todas direcciones. La unión de los extremos libres de estos segmentos la llamarán «circunferencia». La razón entre el perímetro de la circunferencia, medido con una varilla, y el diámetro medido con la misma varilla es igual, según la geometría euclidiana del plano, a una constante π que es independiente del diámetro de la circunferencia.
Pero si esa parte es demasiado reducida, ya no podrán constatar que se hallan sobre un mundo esférico y no sobre un plano euclidiano, porque un trozo pequeño de una superficie esférica difiere poco de un trozo de plano de igual tamaño.
Así pues, si nuestros seres esféricos habitan en un planeta cuyo sistema solar ocupa sólo una parte ínfima del universo esférico, no tendrán posibilidad de decidir si viven en un mundo finito o infinito, porque el trozo de mundo que es accesible a su experiencia es en ambos casos prácticamente plano o euclídeo. Esta reflexión muestra directamente que para nuestros seres esféricos el perímetro de la circunferencia crece al principio con el radio hasta alcanzar el «perímetro del universo», para luego, al seguir creciendo el radio, disminuir paulatinamente hasta cero. La superficie del círculo crece continuamente, hasta hacerse finalmente igual a la superficie total del mundo esférico entero.
Al lector quizá le extrañe que hayamos colocado a nuestros seres precisamente sobre una esfera y no sobre otra superficie cerrada. Pero tiene su justificación, porque la superficie esférica se caracteriza, frente a todas las demás superficies cerradas, por la propiedad de que todos sus puntos son equivalentes. Es cierto que la relación entre el perímetro p de una circunferencia y su radio r depende de r; pero, dado r, es igual para todos los puntos del mundo esférico. El mundo esférico es una «superficie de curvatura constante».
Este mundo esférico bidimensional tiene su homólogo en tres dimensiones, el espacio esférico tridimensional, que fue descubierto por Riemann. Sus puntos son también equivalentes. Posee un volumen finito, que viene determinado por su «radio» R (2π2R3). ¿Puede uno imaginarse un espacio esférico? Imaginarse un espacio no quiere decir otra cosa que imaginarse un modelo de experiencias «espaciales», es decir, de experiencias que se pueden tener con el movimiento de cuerpos «rígidos». En este sentido sí que cabe imaginar un espacio esférico.
Desde un punto trazamos rectas (tensamos cuerdas) en todas direcciones y marcamos en cada una el segmento r con ayuda de la regla de medir. Todos los extremos libres de estos segmentos yacen sobre una superficie esférica. Su área (A) podemos medirla con un cuadrado hecho con reglas. Si el mundo es euclidiano, tendremos que A = 4πr2; si el mundo es esférico, entonces A será siempre menor que 4πr2. A aumenta con r desde cero hasta un máximo que viene determinado por el «radio del universo», para luego disminuir otra vez hasta cero al seguir creciendo el radio de la esfera r. Las rectas radiales que salen del punto origen se alejan al principio cada vez más unas de otras, vuelven a acercarse luego y convergen otra vez en el punto opuesto al origen; habrán recorrido entonces todo el espacio esférico. Es fácil comprobar que el espacio esférico tridimensional es totalmente análogo al bidimensional (superficie esférica). Es finito (es decir, de volumen finito) y no tiene límites.
Señalemos que existe también una subespecie del espacio esférico: el «espacio elíptico». Cabe concebirlo como un espacio esférico en el que los «puntos opuestos» son idénticos (no distinguibles). Así pues, un mundo elíptico cabe contemplarlo, en cierto modo, como un mundo esférico centralmente simétrico.
De lo dicho se desprende que es posible imaginar espacios cerrados que no tengan límites. Entre ellos destaca por su simplicidad el espacio esférico (o el elíptico), cuyos puntos son todos equivalentes. Según todo lo anterior, se les plantea a los astrónomos y a los físicos un problema altamente interesante, el de si el mundo en que vivimos es infinito o, al estilo del mundo esférico, finito. Nuestra experiencia no basta ni de lejos para contestar a esta pregunta.
(A. Einstein, Sobre la teoría de la relatividad especial y general)