lunes, junio 07, 2004

LA ÉTICA DE LA RESPONSABILIDAD EN LA ÉPOCA DEL HOLOCAUSTO: H. ARENDT Y PRIMO LEVI

La fortuna de la obra de Hannah Arendt (1906-1975) ha sido muy variable tanto en los ambientes académicos dedicados a la filosofía moral y política como fuera de ellos.

En los años cincuenta y sesenta sus dos obras más conocidas, Los orígenes del totalitarismo (1951) y Eichmann en Jerusalén (1962-1963), fueron acogidas con muchas reticencias y no pocas críticas. Su análisis histórico del fenómeno del totalitarismo en el siglo XX, y particularmente la ecuación que estableció entre nazismo y estalinismo a partir de ese análisis, fueron rebatidos con mucho énfasis por historiadores, filósofos y científicos de la política. Su tesis acerca de la "trivialidad del mal" en la época del Holocausto, expresada a partir del caso Eichmann, produjo un considerable malestar no sólo entre analistas del fenómeno sino también en determinados sectores de la comunidad judía tanto en los EE.UU como en Alemania e Israel. Hoy en día, sin embargo, el conjunto de la producción de H. Arendt está siendo revalorizado, sus obras, que han sido traducidas a todos los idiomas cultos, son presentadas como un nuevo modelo para las ciencias políticas en los departamentos universitarios y la literatura que se la dedica en EE.UU y en Europa se ha hecho inmensa. [Veáse a este respecto el estudio introductorio de Fina Birulés a Qué es la política].

A este giro en la valoración de H. Arendt han contribuido dos factores externos. El primero de ellos es el cambio de clima intelectual que se produjo en todo el mundo, ya en los años ochenta, después de la llamada "crisis del marxismo", la aparición de las filosofías posmodernistas, la extensión del revisionismo historiográfico sobre los acontecimientos de los años centrales del siglo y la priorización de la idea de "narratividad" en el campo de la historiografía. El segundo factor que ha influido en la actual revalorización de Hannah Arendt ha sido la publicación y traducción de otras obras suyas, como The Human Condition (1958, traducción castellana:1993), On Revolution (1963, traducción castellana: 1988) o Between Past and Future (1961,traducción castellana: 1996), así como de ensayos, artículos, conferencias y proyectos, relacionados con sus libros principales y que antes eran poco conocidos o habían permanecido inéditos (por ejemplo, su proyecto de "Introducción a la política").

Pero seguramente ha habido también otros factores internos, relativos a la forma y al contenido de la propia obra de H.A.; factores internos pueden explicar la incompresión, e incluso el malestar, que suscitaron inicialmente sus obras en ambientes académicos.

Hannah Arendt ha sido una pensadora que nunca se consideró "filósofa profesional" y que se manifestó inequívocamente contra el monopolio del pensar por los "pensadores profesionales" (en esto, como Antonio Gramsci); se metió a historiadora sin las herramientas metodológicas del historiador; criticó la filosofía política y las ciencias sociales y alabó la "ciencia política", pero lo hizo desde una perspectiva muy alejada de las principales corrientes de la ciencia política de la época (neopositivismo y estructuralismo); dió una gran importancia a la acción en su relación con el pensar, pero nunca fue una activista ni siquiera fue una "filósofa de la praxis", sino de talante más bien contemplador, observadora o expectadora de los fenómenos sociopolíticos de la época: "He actuado muy pocas veces en mi vida, y ello sólo cuando no pude evitarlo" (en esto como Einstein); siempre defendió la importancia moral de mantener el espíritu crítico, pero su noción de "crítica" estuvo tan alejada del racionalismo crítico popperiano como del concepto de crítica social y cultural de la Escuela de Frankfurt; dio mucha importancia a la recuperación del significado histórico preciso de las grandes palabras de la teoría política, pero tampoco en el sentido heideggeriano, o sea, siguiendo un "método etimologizante" que practica el "paso atrás" para deconstruir la metafísica; fue una pensadora del matiz, de la distinción y de la definición, pero no tuvo nada que ver con la orientación de la filosofía analítica anglosajona contemporánea; se la ha considerado generalmente defensora del liberalismo, hasta el punto de que la simetría que estableció entre nazismo y estalinismo fue entendida como una fundamentación de las bondades del liberalismo frente a los totalitarismos del siglo XX, pero ni siquiera se consideraba a sí misma liberal: "Yo nunca fuí liberal. Cuando dije que lo era olvidé decir que jamás he creído en el liberalismo" [véase sobre esto último: "Arendt sobre Arendt", en De la historia a la acción. Traducción castellana de Fina Birulés: Barcelona, Paidós, 1995]. "Liberal", en su caso" quiere decir, sobre todo, defensa sin reservas de la pluralidad y del pluralismo en la polis, en el ámbito de lo político.

Si hemos de aceptar la caracterización que ella misma hizo de su pensamiento habría que decir que el de H.A. es Denken ohne Geländer, o sea, "pensar sin barandilla" o, mejor aún, "pensar sin red", pensar a la intemperie. Es un pensamiento provisional, experimental, dialógico, socrático en un sentido preciso: no intenta adoctrinar ni convencer sino compartir ideas, en la convicción de que la tradición, en filosofía moral y política, se ha quebrado y hay que orientarse entre tinieblas. En el ámbito de las ideas políticas contemporáneas tampoco se deja H.A. clasificar fácilmente. Criticó el comunismo y el socialismo burocrático, pero escribió una monografía muy favorable a la socialista revolucionaria Rosa Luxemburg y en varias ocasiones manifestó su "simpatía romántica" por el sistema de los consejos, "que nunca se ha ensayado".

Hannah Arandt había estudiado con Husserl y Heidegger; fue discípula de Karl Jaspers (con el que mantuvo una interesante correspondencia). Entre 1933 y 1943 se hizo sionista con la consideración de que la única posibilidad de defenderse contra Hitler era hacerlo como judía, defendiendo la política judía (y no sólo como ser humano). En 1941 se exilió a EE.UU. En cierto modo se la puede considerar como una variante excéntrica de la corriente fenomenológica. H. Arendt exploró por primera vez las causas del holocausto en un libro que pronto se haría célebre, Los orígenes del totalitarismo, publicado en 1951. Este libro, en el que se investigan los motivos decimonónicos del totalitarismo, declara, sin embargo, desde la primera página su vinculación al presente con la convicción de que no hay vuelta atrás posible en el proceso de regeneración del hombre. A diferencia de otros autores, H.A. subraya la radical novedad del totalitarismo del siglo XX por comparación con otras experiencias autoritarias de la historia. Lo característico de este presente (1951) era, para Arendt, la expatriación, el desarraigo sin precedentes, la generalización de las figuras del "paria" y del "refugiado" y la conciencia de la impotencia humana ante la política y las fuerzas políticas existentes.

Como varios de los autores que hemos estudiado hasta ahora, al declarar sus intenciones, Arendt arranca con una afirmación que puede parecer paradójica: "Este libro ha sido escrito con un fondo de incansable optimismo y de incansable desesperación". Recordemos: pesimismo zoológico o antropológico, pero idealismo moral en la acción, confianza en la razón (Russell-Einstein); fin del optimismo progresista ilustrado (S. Weil); pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad (Gramsci); docta esperanza que nace, filosóficamente, de la desesperación (Bloch); ocaso que no necesariamente apunta hacia la noche de la humanidad (Horkheimer); dialéctica sólo negativa, sin reconciliación , pro que hace positiva alguna forma de nihilismo (Adorno); "crudo optimismo" que nace de la angustia y que remonta, por conciencia de la permanente ambigüedad de la condición humana, desde la afirmación de que el hombre es una pasión inutil y el infierno son los otros (Sartre-De Beauvoir); rebelión en la rebelión, desde la conciencia de que vivimos en la época del nihilismo y del asesinato (Camus). La diferencia con respecto a varios de estos autores es que H.A. no ha creído tampoco en la fuerza positiva de la negatividad, no ha creído nunca en la dialéctica, ni siquiera en la dialéctica negativa.

El objetivo de H.A es comprender la barbarie y el totalitarismo del siglo XX, señaladamente el proceso que condujo de la "cuestión judía" al antisemitismo y de éste a las fábricas de la muerte de la época de Hitler. Pero "comprensión" es para H.A.un término que da que pensar y acerca del cual también hay que precisar, justamente porque en este caso se trata de "comprender" lo (a primera vista) incomprensible [una reflexión más extensa sobre este punto: FFB, La barbarie: de ellos y de los nuestros. Paidós, Barcelona, 1995, capítulos 14 a 17, págs. 175-217]

Comprensión no es lo mismo que correcta información y conocimiento científico de la cosa. Tampoco es identificación simpatética con el objeto de estudio. Desde luego, no es identificación con los verdugos del totalitarismo, pero tampoco con las víctimas sin más. La comprensión es para los humanos una actividad sin fin a través de la cual aceptamos la realidad, nos reconciliamos con ella, tratamos de sentirnos en armonía con el mundo. A veces se entiende que "comprensión" equivale o implica "perdonar". Pero comprender, en caso del totalitarismo, no significa perdonar nada o acabar ignorando las culpas y responsabilidades, sino reconciliarnos con un mundo en que cosas como los campos de concentración y los campos de exterminio son simplemente posibles ("Comprensión y política", en De la historia a la acción, 29-30). Comprensión no equivale tampoco, para H.A, a afirmación de la memoria histórica con fines de adoctrinamiento. El adoctrinamiento, que se reproduce en nuestra época, es un intento de acortar el proceso de comprensión en la opinión pública; es una perversión de la comprensión que sólo puede favorecer la lucha totalitaria contra la comprensión.

De la misma manera que no podemos comprender plenamente al otro, al individuo particular, hasta después de su muerte tampoco podemos comprender los fenómenos históricos hasta su final. Por eso, mientras tanto, tratamos de asimilar la situación que hay que comprender a algún mal bien conocido y reducimos el fenómeno nuevo a otros fenómenos históricos similares con los que lo comparamos. Pero eso es un atajo cómodo y a H.A. le resulta insuficiente. Pues se basa en el intento de enlazar lo nuevo con las tradiciones, cosa imposible en un presente en el que todas las tradiciones se han roto, se han evaporado.

[En relación con este libro célebre son varios los autores que han señalado la debilidad metodológica de H.A: la primacía que vuelve a dar a una versión especulativa de la historia después de haber negado las tradiciones en filosofía de la historia; su concepto de la historiografía misma (H.A. ha negado la posibilidad de una historia que se construya atendiendo a las causas) ; su noción de "ciencias políticas", que se basa en la critica de las ciencias sociales, pero que tampoco coincide con la voluntad científica del análisis de lo político; el carácter más bien intuitivo de su conceptualización; la primacía dada a un tipo de narratividad en la que no siempre se tiene suficientemente en cuenta la crítica de las fuentes, etc.]

Pero donde más a fondo ha entrado H.A. en el problema del totalitarismo del siglo XX ha sido en su libro Eichmann en Jerusalén, surgido de un reportaje que escribió entre 1961 y 1962 y que fue publicado en 1963 (hay una traducción castellana: Barcelona, Lumen, 1967). H.A. asistió como enviada especial del New Yorker al proceso de Adolf Eichmann. Hay que decir que este proceso fue un acontecimiento mundial. El criminal nazi Adolf Eichmann fue detenido en Argentina, en un barrio de Buenos Aires, el 11 de mayo de 1960. Trasladado a Israel, el gobierno de este país, presidido entonces por David Ben Gurion, anunció su intención de juzgarle por su "contribución a la solución final de problema judío". El anuncio del proceso fue interpretado como una reedición de los juicios de Nuremberg. El juicio se celebró en 1961. De la importancia, no sólo judicial, sino también moral y política de este proceso da cuenta el hecho de que se hayan ocupado de él dos filósofos como Karl Jaspers y Martin Buber. Ya las varias entregas sobre el juicio publicadas por H.A. en New Yorker suscitaron una violenta polémica en EEUU y en Europa.

Varios psiquiatras y psicólogos del estado de Israel, que examinaron a Eichmann, testimoniaron en el juicio que éste "era un hombre normal". H. Arendt centró su atención analítica sobre el carácter de esta "normalidad". Lo que para psiquiatras y psicólogos era una forma de adelantar que Eichmann no tenía que ser ingresado en un sanatorio, para H.A. es un motivo aún mayor de preocupación: el que muchos de los que participaron en el Holocausto no hayan sido perversos ni sádicos sino "espantosamente normales" es, desde el punto de vista de la ética, "más aterrador que todas las atrocidades reunidas", pues supone que el nuevo tipo de criminal comete los crímenes en circunstancias tales que les es imposible saber o sentir que han hecho el mal . De ahí que luego no se sientan por lo general culpables, sino sólo vencidos (cr. el "Epílogo" a Eichmann en Jerusalén).De hecho, el propio Eichmann se declaró varias veces "no culpable en el sentido entendido por la acusación" (haber asesinado y ordenado asesinar a judíos). Fue condenado a muerte y ejecutado.

La polémica se debió principalmente a tres cosas: 1ª la caracterización que H.A. hizo de la figura de Eichmann: "Era evidente para todos que E. no era un monstruo, sino más bien un clown incapaz de pensar"; 2ª su insistencia en la falta de resistencia e incluso colaboración de los judíos a su propio exterminio, y 3ª su idea de la "trivialización del mal" como rasgo sustancial del Holocausto. Este último punto es esencial. En efecto, inspirándose en la visión kantiana de la Religión dentro de los límites de la simple razón, según la cual el hombre no es diabólico, H.A. entiende que Eichmann, protagonista representativo del Holocausto, no es una figura demoníaca sino más bien la encarnación de la "ausencia de pensamiento" en el ser humano.Los funcionarios nazis de los campos de exterminio no son demonios sino burócratas, funcionarios de la inmensa máquina de la muerte.

Dado que H.A. funda el arranque de su reflexión filosófico-moral en la propia interpretación de la ética kantiana es natural que haya dedicado cierto espacio, en Eichmann en Jerusalén, a analizar las repetidas declaraciones de éste, durante los interrogatorios en la policía y durante el juicio, según las cuales "vivió durante toda su vida de acuerdo con los preceptos morales de Kant", señaladamente siguiendo la definición que Kant da del deber. Eichmann declaró en el juicio que había leido la Críica de la razón práctica y adujo que se conducta se ajustaba al imperativo categórico kantiano. Esta declaración plantea a H.A. un problema, pues la filosofía moral de Kant está intimamente vinculada a la facultad de juzgar que posee el hombre y excluye la obediencia ciega.¿Cómo hacer concondar la idea de la "ausencia de pensamiento" con esta declaración de Eichmann?

Es interesante hacer notar que, acosado por el juez Raveh, ya en el juicio, Eichmann explicó que, a partir del momento en que aceptó llevar a cabo "la solución final", dejó de vivir según los principios de Kant porque ya "no era dueño de sus actos". El comentario de H.A. sobre ese momento del juicio arroja mucha luz sobre su interpretación del totalitarismo. Para ella, lo que Eichmann hizo no fue simplemente "abandonar" la fórmula kantiana del imperativo categórico sino deformarla, tergiversarla para converirla en esta otra: "Obra como si el principio de tus actos fuera el mismo que el de los legisladores o el de las leyes de tu país", lo que se corresponde con la reformulación que hizo Hans Franz del imperativo categórico para el Tercer Reich: "Obra en forma tal que el Führer, si tuviera conocimiento de tus actos, los aprobara". Una adaptación-tergiversación de la idea kantiana del respeto a la ley (moral) para uso doméstico del "hombrecillo": de la razón práctica kantiana a la voluntad del Führer, por tanto. Esa tergiversación, dirá H.A. no es típicamente alemana, sino típicamente burocrática, y en ella se habría basado precisamente la perfección de la "solución final" (cf. el capítulo VI de Eichmann en Jerusalén, titulado "Los deberes de un ciudadano que respeta la ley"). En otros textos H.A. ha establecido una comparación entre esto y lo ocurrido en el otro totalitarismo, el del gulag estalinista, donde habría predominado la ley de la "confesión", la delación hecha también en nombre de los más altos principios morales.

H.A. no admite, sin embargo, la generalización de la culpa en nombre de la generalización de las conductas y de la generalización del silencio de los más en Alemania. La lección es esta: "Ha podido ocurrir en la mayor parte de los países, pero no ha ocurrido en todas partes. Humanamente hablando no necesitamos más, ni es razonable pedir más para que este planeta siga siendo habitable".

La reflexión de H.A. sobre la trivialidad del mal ha sido desarrollada luego en otros ensayos y artículos, particularmente en La vida del espíritu y en "El pensar y las reflexiones morales". Con esta expresión H.A. dice no referirse a una tesis o a una hipótesis propia, sino aludir a un hecho de nuestro tiempo, a saber: el fenómeno de los actos criminales, cometidos a gran escala, que no pueden ser imputados a ningún tipo particular de maldad, patología o convicción ideológica del agente, y cuya única nota distintiva personal es una extraordinaria superficialidad o incapacidad para tener pensamiento propio. Eichmann no era un monstruo ni un demonio, ni siquiera un estúpido, sino que lo que le caracterizaba era "una curiosa y absolutamente auténtica incapacidad para pensar". H.A. percibe esta incapacidad incluso en las últimas e incoherentes palabras que Eichmann pronunció en el momento anterior a la ejecución (De la historia a la acción cit. 109).

Pero hay que aclarar que, en una discusión sobre la interpretación de ese paso dedicado a la normalidad y vulgaridad de quien hizo el mal durante el Holocausto, H.A. precisa también acerca de una trivialización de lo que había escrito en Eichmann en Jerusalén. Frente a la frase, muy difundida, que pretende resumir la idea principal de su libro: "Hay un Eichmann en cada uno de nosotros", H.A, replica: "No, no es eso. He odiado siempre esta idea, sencillamente porque no es verdad. Es tan poco verdadera como la idea opuesta, la de que Eichmann no está en nadie." ("Arendt sobre Arendt, en De la historia a la acción cit. págs. 144-145). Por otra parte, la incapacidad de pensar no equivale a estupidez o a idiotismo. La podemos hallar en gente muy inteligente. H.A distingue entre "pensar", como búsqueda de sentido ["el pensar esencial" heideggeriano] y la sed de conocimiento del científico (ibid. 116).

H.A. deriva de su consideración sobre el caso Eichmann una pregunta interesante sobre la relación entre maldad, falta de conciencia y falta de pensamiento ¿No es la maldad una condición necesaria para hacer el mal? ¿Es posible hacer el mal sin el más mínimo destello de interés o volición? ¿Hay coincidencia entre la incapacidad de pensar y la ruina de la conciencia? ¿Por qué sólo la buena gente es capaz de tener mala conciencia mientras que ésta es un fenómeno muy extraño en los auténticos criminales? La maldad difícilmente es la causa de hacer el mal. Para causar un gran mal no es necesario un mal corazón, fenómeno relativamente raro. Para prevenir el mal, en términos kantianos, se necesitaría la filosofía, el ejercicio de la razón como facultad de pensamiento.


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¿Qué es filosofía? Lección IX
El concepto de filosofía en Ortega

La tragedia del idealismo radicaba en que habiendo trasmutado alquímicamente el mundo en `sujeto', en contenido de un sujeto, encerraba a éste dentro de sí y luego no había manera de explicar claramente cómo si este teatro es sólo una imagen día y trozo de mí, parece tan completamente distinto de mí. Pero ahora hemos conquistado una situación completamente diferente: hemos caído en la cuenta de que lo indubitable es una relación con dos términos inseparables: alguien que piensa, que se da cuenta y lo otro de que me doy cuenta. La conciencia sigue siendo intimidad, pero ahora resulta íntimo e inmediato no sólo con mi subjetividad sino con mi objetividad, con el mundo que me es patente. La coincidencia no es reclusión, sino al contrario, es esa extrañísima realidad primaria, supuesto de toda otra, que consiste en que alguien, yo, soy yo precisamente cuando me doy cuenta de cosas, de mundo. Esta es la soberana peculariedad de la mente que es preciso aceptar, reconocer y describir con pulcritud, tal y como es, en toda su maravilla y extrañeza. Lejos de ser el yo lo cerrado es el ser abierto por excelencia. Ver este teatro es justamente abrirme yo a lo que no soy yo.

Esta nueva situación ya no es paradójica: coincide con la actitud nativa de la mente, la conserva y reconoce su buen sentido. Pero también salva de la tesis realista, que sirve de base a la filosofía antigua, LO ESENCIAL DE ELLA: que el mundo exterior no es ilusión, no es alucinación, no es mundo subjetivo. Y todo esto lo logra la nueva posición insistiendo y depurando la tesis idealista cuya decisiva afirmación consiste en advertir que sólo existe indubitablemente lo que a mí me parece existir. ¿Ven ustedes cómo las ideas hijas, las verdades noveles, llevan en el vientre a sus madres, a las verdades viejas, a las fecundas verdades viejas? Repitamos: toda superación es conservación. No es verdad que radicalmente exista sólo la conciencia, el pensar, el yo. La verdad es que existo yo con mi mundo, en verlo, imaginarlo, pensarlo, amarlo, odiarlo, estar triste o alegre en él y por él, moverme en él, transformarlo y sufrirlo. Nada de esto podría serlo yo si el mundo no coexistiese conmigo, ante mí, en mi derredor, apretándome, manifestándose, entusiasmándome, acongojándome.

Pero ¿qué es esto? ¿Con qué hemos topado indeliberadamente? Eso, ese hecho radical de alguien que ve y ama y odia y quiere un mundo y en él se mueve y por él sufre y en él se esfuerza -es lo que desde siempre se llama en el más humilde y universal vocabulario "mi vida". ¿Qué es esto? Es, sencillamente, que la realidad primordial, el hecho de todos los hechos, el dato para el Universo, lo que me es dado es... "mi vida" -no mi yo solo, no mi conciencia hermética, estas cosas son ya interpretaciones, la interpretación idealista. Me es dada "mi vida", y mi vida es ante todo un hallarme yo en el mundo; y no así vagamente, sino en este mundo, en el de ahora y no así vagamente en este teatro, sino en este instante, haciendo lo que estoy haciendo en él, en este pedazo teatral de mi mundo vital -estoy filosofando. Se acabaron las abstracciones. Al buscar el hecho indubitable no me encuentro con la cosa genérica pensamiento, sino con esto: yo que pienso en el hecho radical, yo que ahora filosofo. He aquí cómo la filosofía lo primero que encuentra es el hecho de alguien que filosofía, que quiere pensar el universo y para ello busca algo indubitable. Pero encuentra, nótenlo bien, no una teoría filosófica, sino al filósofo filosofando, es decir, viviendo ahora la actividad de filosofar como luego, ese mismo filósofo, podrá encontrarse vagando melancólico por la calle, bailando en un dancing o sufriendo un cólico 0 amando la belleza transeúnte. Es decir, encuentra el filosofar, el teorizar como acto y hecho vital, como un detalle de su vida y en su vida, en su vida enorme, alegre y triste, esperanzada y pavorosa.

Lo primero, pues, que ha de hacer la filosofa es definir ese dato, definir lo que es "mi vida", "nuestra vida", la de cada cual. Vivir es el modo de ser radical: toda otra cosa y modo de ser lo encuentro en mi vida, dentro de ella, como detalle de ella y referido a ella. En ella todo lo demás es y será lo que sea para ella, lo que sea como vivido. La ecuación más abstrusa de la matemática, el concepto más solemne y abstracto de la filosofa, el Universo mismo, Dios mismo, son cosas que encuentro en mi vida, son cosas que vivo. Y su ser radical y primario es, por tanto, ese ser vividas por mí, y no puedo definir lo que son en cuanto vividas si no averiguo qué es "vivir". Los biólogos usan la palabra "vida" para designar los fenómenos de los seres orgánicos. Lo orgánico es tan sólo una clase de cosas que se encuentran en la vida junto a otra clase de cosas llamadas inorgánicas. Es importante lo que el filósofo nos diga sobre los organismos, pero es también evidente que al decir nosotros que vivimos y hablar de "nuestra vida", de la cada cual, damos a esta palabra un sentido más inmediato, más amplio, más decisivo. El salvaje y el ignorante no conocen la biología, y, sin embargo, tienen derecho a hablar de "su vida" y a que bajo ese término entendamos un hecho enorme, previo a toda biología, a toda ciencia, a toda cultura -el hecho magnífico, radical y pavoroso que todos los demás hechos suponen e implican. El biólogo encuentra la "vida orgánica" dentro de su vida propia, como un detalle de ella: es una de sus ocupaciones vitales y nada más. La biología, como toda ciencia, es una actividad o forma de estar viviendo. La filosofía, es, antes, filosofar, y filosofar es, indiscutiblemente, vivir - como lo es correr, enamorarse, jugar al golf, indignarse en política y ser dama de sociedad. Son modos y formas de vivir.

Por tanto, el problema radical de la filosofía es definir ese modo de ser, esa realidad primaria que llamamos "nuestra vida". Ahora bien, vivir es lo que nadie puede hacer por mí -la vida es intransferible-, no es un concepto abstracto, es mi ser individualísimo. Por vez primera, la filosofía parte de algo que no es una abstracción.

¿Qué es filosofía? Lección XI
La concepción de la vida

Pero ahora quisiera antes de concluir dejar un poco más avanzada la definición de "nuestra vida". Hemos visto que es un hallarse ocupándose en esto o lo otro, un hacer. Pero todo hacer es ocuparse en algo para algo. La ocupación que somos ahora radica en y surge por un propósito -en virtud de un para, de lo que vulgarmente se llama una finalidad. Ese para en vista del cual hago ahora esto y en este hacer vivo y soy, lo he decidido yo porque entre las posibilidades que ante mí tenía he creído que ocupar así mi vida sería lo mejor. Cada una de estas palabras es una categoría y como tal su análisis sería inagotable. Resulta según ellas que mi vida actual, la que hago o lo que hago de hecho, la he decidido: es decir, que mi vida antes que simplemente hacer es decidir un hacer -es decir mi vida. Nuestra vida se decide a sí misma, se anticipa. No nos es dada hecha -como la trayectoria de la bala a que aludí el día anterior. Pero consiste en decidirse porque vivir es hallarse en un mundo no hermético, sino que ofrece siempre posibilidades. El mundo vital se compone en cada instante para mí de un poder hacer esto o lo otro, no de un tener que hacer por fuerza esto y solo esto. Por otra parte, esas posibilidades no son ilimitadas -en tal caso no serían posibilidades concretas, sino la pura indeterminación, y en un mundo de absoluta indeterminación, en que todo es igualmente posible, no cabe decidirse por nada. Para que haya decisión tiene que haber a la vez limitación y holgura, determinación relativa. Esto expreso con la categoría "circunstancias". La vida se encuentra siempre en ciertas circunstancias, en una disposición en torno -circum- de las cosas y demás personas. No se vive en un mundo vago, sino que el mundo vital es constitutivamente circunstancia, es este mundo, aquí, ahora. Y circunstancia es algo determinado, cerrado, pero a la vez abierto y con holgura interior, con hueco o concavidad donde moverse, donde decidirse: la circunstancia es un cauce que la vida se va haciendo dentro de una cuenca inexorable. Vivir es vivir aquí, ahora -el aquí y el ahora son rígidos, incanjeables, pero amplios. Toda vida se decide a sí misma constantemente entre varias posibles. Astra inclinant, non trahunt -los astros inducen pero no arrastran. Vida es, a la vez, fatalidad y libertad, es ser libre dentro de una fatalidad dada. Esta fatalidad nos ofrece un repertorio de posibilidades determinado, inexorable, es decir, nos ofrece diferentes destinos. Nosotros aceptamos la fatalidad y en ella nos decidimos por un destino. Vida es destino. Espero que nadie entre los que me escuchan crea necesario advertirme que el determinismo niega la libertad. Si, lo que no creo, me dijese esto, yo le respondería que lo siento por el determinismo y por él. El determinismo, en el mejor caso es, más exactamente, era una teoría sobre la realidad del Universo. Aunque fuese cierta no era más que una teoría, una interpretación, una tesis conscientemente problemática que era preciso probar. Por lo tanto, aunque yo fuese determinista no podría dejar que esa teoría ejerciese efectos retroactivos sobre la realidad primaria e indubitable que ahora describimos. Por muy determinista que sea el determinista, su vivir como tal es relativamente indeterminado y él se decidió en un cierto momento entre el determinismo y el indeterminismo. Traer, pues, en este plano esa cuestión equivaldría a no saber bien lo que es el determinismo ni lo que es el análisis de la realidad primordial, antes de toda teoría. Ni se eche de menos que al decir yo: la vida es, a la par, fatalidad y libertad, es posibilidad limitada pero posibilidad, por tanto, abierta, no se eche de menos que razone esto que digo. No solo no puedo razonarlo, es decir, probarlo, sino que no tengo que razonarlo -más aún, tengo que huir concienzudamente de todo razonar y limitarme pulcramente a expresar en conceptos, a describir la realidad originaria que ante mí tengo y que es supuesto de toda teoría, de todo razonar y de todo probar. (Descripción de este teatro.) A prevenir tristes observaciones, como esta que no quiero suponer en ustedes, venía la advertencia demasiado elemental que al principio hice. Y ahora -entre paréntesis- me permito hacer notar que la teoría determinista, así, sin más -hoy no existe ni en filosofía ni en física. Para apoyarme al paso en algo, a la vez, sólido y breve, óigase lo que dice uno de los mayores físicos actuales -el sucesor y ampliador de Einstein, Hermann, Weyl- en un libro sobre lógica de la física publicado hace dos años y medio: "De todo lo dicho se desprende cuán lejos está hoy la física -con su contenido por mitad de leyes y de estadísticas - en posición para aventurarse a hacer la defensa del determinismo." Una de las mecánicas del hermetismo mental a las cuales aludía consiste en que al oír algo y ocurrírsenos una objeción muy elemental no pensamos que también se le habrá ocurrido al que habla o escribe y que verosímilmente somos nosotros quienes no hemos entendido lo que él dice. Si no pensamos esto quedaremos indefectiblemente por debajo de la persona que oímos o del libro que leemos.
Es, pues, vida esa paradójica realidad que consiste en decidir lo que vamos a ser -por tanto, en ser lo que aún no somos, en empezar por ser futuro. Al contrario que el ser cósmico, el viviente comienza por lo de luego, por después.
Esto será imposible si tiempo fuese originariamente el tiempo cósmico.

[El tiempo cósmico solamente es el presente, porque el futuro todavía no es y el pasado ya no es. ¿Cómo, entonces, pasado y futuro siguen siendo parte del tiempo? Por esto es tan difícil el concepto del tiempo, que ha puesto en aprieto a los filósofos.
"Nuestra vida" está alojada, anclada en el instante presente. Pero ¿qué es mi vida en este instante? No es decir lo que estoy diciendo; lo que vivo en este instante no es mover los labios; eso es mecánico, está fuera de mi vida, pertenece al ser cósmico. Es, por el contra-rio, estar yo pensando lo que voy a decir; en este instante me estoy anticipando, me proyecto en un futuro. Pero
para decirlo necesito emplear ciertos medios -palabras- y esto me lo proporciona mi pasado. Mi futuro, pues, me hace descubrir mi pasado para realizarse. El pasado es ahora real porque lo revivo, y cuando encuentro en mi pasado los medios para realizar mi futuro es, cuando descubro mi presente. Y todo esto acontece en un instante; en cada instante la vida se dilata en las tres dimensiones del tiempo real interior. El futuro me rebota hacia el pasado, este hacia el presente, de aquí voy otra vez al futuro, que me arroja al pasado, y este a otro presente, en un eterno girar.
Estamos anclados en el presente cósmico, que es como el suelo que pisan nuestros pies, mientras el cuerpo y la cabeza se tienden hacia el porvenir. Tenía razón el cardenal Cusano cuando allá, en la madrugada del Renacimiento, decía: Ita nunc sive praesens complicat tempus. El ahora o presente incluye todo tiempo: el ya, el antes y el después.]

Vivimos en el presente, en el punto actual, pero no existe primariamente para nosotros, sino que desde él, como desde un suelo, vivimos así el inmediato futuro.
Reparen ustedes que de todos los puntos de la tierra el único que no podemos percibir directamente es aquel que en cada caso tenemos bajo nuestros pies.
Antes que veamos lo que nos rodea somos ya un haz original de apetitos, de afanes y de ilusiones, Venimos al mundo, desde luego, dotados de un sistema de preferencias y desdenes, más o menos coincidentes con el prójimo, que cada cual lleva dentro de sí armado y pronto a disparar en pro o en contra de cada cosa como una batería de simpatías y repulsiones. El corazón, máquina incansable de preferir y desdeñar, es el soporte de nuestra personalidad.
No se diga, pues, que es lo primero la impresión. Nada importa más para renovar la idea de lo que es el hombre como rectificar la perspectiva tradicional según la cual, si deseamos una cosa, es porque antes la hemos visto. Esto parece evidente y, sin embargo, es en gran parte un error. El que desea la riqueza material no ha esperado para desearla ver el oro, sino que, desde luego, la buscará dondequiera que sea halle, atendiendo al lado de negocio que cada situación lleva en sí. En cambio, el temperamento artista, el hombre de preferencias estéticas atravesará esas mismas situaciones ciego para su lado económico y prestará atención, o mejor dicho, buscará por anticipado lo que en ellas resida de gracia y de belleza. Hay, pues, que invertir la creencia tradicional. No deseamos una cosa porque la hayamos visto antes, sino al revés: porque ya en nuestro fondo preferíamos aquel género de cosas, las vamos buscando con nuestros sentidos por el mundo. De los ruidos que en cada instante llegan a nosotros y materialmente podríamos oír, solo oímos, en efecto, aquellos a que atendemos; es decir, aquellos que favorecemos con el subrayado de nuestra atención, y como no se puede atender una cosa sin desatender otras, al escuchar un son que nos interesa desoímos enérgicamente todos los demás. Todo ver es un mirar, todo oír es a la postre un escuchar, todo vivir un incesante, original preferir y desdeñar. (...)

El tema de nuestro tiempo, VI
La razón vital

El tema del tiempo de Sócrates consistía, pues, en el intento de desalojar la vida espontánea para suplantarla con la pura razón. Ahora bien: esta empresa trae consigo una dualidad en nuestra existencia, porque la espontaneidad no puede ser anulada: sólo cabe detenerla conforme va produciéndose, frenarla y cubrirla con esa vida segunda, de mecanismo reflexivo, que es la racionalidad. A pesar de Copérnico, seguimos viendo al sol ponerse por Occidente; pero esta evidencia espontánea de nuestra visión queda como en suspenso y sin consecuencias. Sobre ella tendemos la convicción reflexiva que nos proporciona la razón pura astronómica. El socratismo o racionalismo engendra, por tanto, una vida doble, en la cual lo que no somos espontáneamente -la razón pura- viene a sustituir a lo que verdaderamente somos -la espontaneidad. Tal es el sentido de la ironía socrática. Porque irónico es todo acto en que suplantamos un movimiento primario con otro secundario, y, en lugar de decir lo que pensamos, fingimos pensar lo que decimos.
El racionalismo es un gigantesco ensayo de ironizar la vida espontánea mirándola desde el punto de vista de la razón pura. ¿Hasta qué extremo es esto posible? ¿Puede la razón bastarse a sí misma? ¿Puede desalojar todo el resto de la vida que es irracional y seguir viviendo por sí sola? A esta pregunta no se podía responder desde luego; era menester ejecutar el gran ensayo. Se acababan de descubrir las costas de la razón, pero aún no se conocía su extensión ni su continente. Hacían falta siglos y siglos de fanática exploración racionalista. Cada nuevo descubrimiento de puras ideas aumentaba la fe en las posibilidades ilimitadas de aquel mundo emergente. Las últimas centurias de Grecia inician la inmensa labor. Apenas se aquieta sobre el Occidente la invasión germánica, prende la chispa racionalista de Sócrates en las almas germinantes de Francia, Italia, Inglaterra, Alemania, España. Pocas centurias después, entre el Renacimiento y 1700, se construyen los grandes sistemas racionalistas. En ellos la razón pura abarca vastísimos territorios. Pudieron un momento los hombres hacerse la ilusión de que la esperanza de Sócrates iba a cumplirse y la vida toda acabaría por someterse a principios de puro intelecto.
Mas, conforme se iba tomando posesión del universo de lo racional y, sobre todo, al día siguiente de aquellas triunfales sistematizaciones -Descartes, Spinoza, Leibniz-, se advertía, con nueva sorpresa, que el territorio era limitado. Desde 1700 comienza el propio racionalismo a descubrir no nuevas razones, sino los límites de la razón, sus confines con el ámbito infinito de lo irracional. Es el siglo de la filosofía crítica, que va a salpicar con su magnífico oleaje la centuria última, para lograr en nuestros cías una definitiva demarcación de fronteras.
Hoy vemos claramente que, aunque fecundo, fue un error el de Sócrates y los siglos posteriores. La razón pura no puede suplantar a la vida: la cultura del intelecto abstracto no es, frente a la espontánea, otra vida que se baste a sí misma y pueda desalojar a aquélla. Es tan sólo una breve isla flotando sobre el mar de la vitalidad primaria. Lejos de poder sustituir a ésta, tiene que apoyarse en ella, nutrirse de ella como cada uno de los miembros vive del organismo entero.
Es éste el estadio de la evolución europea que coincide con nuestra generación. Los términos del problema, luego de recorrer un largo ciclo, aparecen colocados en una posición estrictamente inversa de la que presentaron ante el espíritu de Sócrates. Nuestro tiempo ha hecho un descubrimiento opuesto al suyo: él sorprendió la línea en que comienza el poder de la razón; a nosotros se nos ha hecho ver, en cambio, la línea en que termina. Nuestra misión es, pues, contraria a la suya. Al través de la racionalidad hemos vuelto a descubrir la espontaneidad.
Esto no significa una vuelta a la ingenuidad primigenia semejante a la que Rousseau pretendía. La razón, la cultura more geométrico, es una adquisición eterna. Pero es preciso corregir el misticismo socrático, racionalista, culturalista, que ignora los límites de aquélla o no deduce fielmente las consecuencias de esa limitación. La razón es sólo una forma y función de la vida. La cultura es un instrumento biológico y nada más. Situada frente y contra la vida, representa una subversión de la parte contra el todo. Urge reducirla a su puesto y oficio.
El tema de nuestro tiempo consiste en someter la razón a la vitalidad, localizarla dentro de lo biológico, supeditarla a lo espontáneo. Dentro de pocos años parecerá absurdo que se haya exigido a la vida ponerse al servicio de la cultura. La misión del tiempo nuevo es precisamente convertir la relación y mostrar que es la cultura, la razón, el arte, la ética quienes han de servir a la vida.
Nuestra actitud contiene, pues, una nueva ironía, de signo inverso a la socrática. Mientras Sócrates desconfiaba de lo espontáneo y lo miraba al través de las normas racionales, el hombre del presente desconfía de la razón y la juzga al través de la espontaneidad. No niega la razón, pero reprime y burla sus pretensiones de soberanía. A los hombres del antiguo estilo tal vez les parezca que es esto una falta de respeto. Es posible, pero inevitable. Ha llegado irremisiblemente la hora en que la vida va a presentar sus exigencias a la cultura. "Todo lo que hoy llamamos cultura, educación, civilización, tendrá que comparecer un día ante el juez infalible Dionysos" -decía proféticamente Nietzsche en una de sus obras primerizas.
Tal es la ironía irrespetuosa de Don Juan, figura equívoca que nuestro tiempo va afinando, puliendo, hasta dotarla de un sentido preciso. Don Juan se revuelve contra la moral, porque la moral se había antes sublevado contra la vida. Sólo cuando exista una ética que cuente, como su norma primera, con la plenitud vital, podrá Don Juan someterse. Pero eso significa una nueva cultura: la cultura biológica. La razón pura tiene que ceder su imperio a la razón vital.

(Obras completas de Ortega y gasset, Revista de Occidente y Alianza Editorial, 1983, citado gracias a http://www.webdianoia.com/print/imprimir.php)